Por Pablo Fontaine ss.cc.
Es habitual que las personas obligadas a permanecer inactivas por enfermedad o vejez, se sientan algo tristes por no ver qué sentido tiene ahora su vida. Se preguntan: ¿para qué estoy en la tierra? No valgo nada. No ayudo a nadie. Sirvo solo para molestar a los demás.
Esta inquietud se torna apremiante en personas religiosas que han dedicado su vida a colaborar en algún apostolado o alguna obra benéfica. Todo el afán por ayudar que les trajo satisfacción y cierta sensación de su propia valía, ha sido reemplazado por la inmovilidad, el tedio, los malestares y el vacío.
A tales personas se les dice que ahora su tarea es hacer oración y ofrecer sus sufrimientos al Señor. Lo cual parece muy verdadero y adecuado. Es precisamente el punto que quisiera desarrollar en estas líneas.
Lo primero que debemos preguntarnos es a qué se debió el entusiasmo y dedicación de san Pablo a la predicación. De dónde brotó el valor de San Damián para servir a los leprosos de cerca y llegar a ser él mismo un leproso con ellos. De qué fuente vino toda esa actividad arrolladora de San Alberto Hurtado.
Toda esa acción, y la de tantos apóstoles, ¿se debió a su buena salud, a su resistencia física, a sus condiciones naturales? ¿No se originó más bien en un fuego que ardía en sus corazones? Un fuego de amor a Cristo Jesús y a sus hermanos. Si eso no estuviera, en vano habrían predicado, ayudado a los enfermos, viajado a tierras lejanas.
El que está disminuido en sus fuerzas físicas y aun intelectuales debe esforzarse por mirar a Jesús con los ojos del alma y escuchar sus palabras sobre el Reino. Ese Reino es de los pequeños, es como un grano de mostaza, crece de noche sin que se le vigile. En definitiva no depende de fuerzas externas sino del Espíritu que trabaja interiormente en el que trae el Mensaje y en el que lo recibe.
Por lo mismo el que tiene algún grado de incapacidad para viajar, predicar, hablar, asistir enfermos y otras actividades que junto con beneficiar a otras personas, en otro tiempo, le llenaban la vida, tiene ahora que alzar los ojos desde su propio abismo de dolor físico y moral, rogando interiormente, tal vez entre lágrimas, que crezca el Reino y que el Señor mande muchos obreros a su mies. Y esta oración desgarrada será más valiosa que todas las anteriores.
¿Alguien puede imaginar que Dios nos va a pedir realizar lo que ya no somos capaces de hacer? ¿Puede haber algo más importante que hacer la Voluntad de Dios? Pues ciertamente Él nos pide ser sus apóstoles, como enfermos, como ancianos, por lo tanto en la inacción y no en el dinamismo de la acción.
Además podemos vivir las bienaventuranzas en nuestro reducido ámbito de poca salud o ancianidad, procurando que en nuestro corazón germinen la paciencia, la mansedumbre, la misericordia. Y ojalá podamos vivir algunos destellos de la alegría prometida por Jesús a sus servidores.
Sobre todo nos es necesario recordar que el Reino, el consuelo, la misericordia y otros bienes han sido prometidos por Jesús a los pobres, a los mansos, a los misericordiosos, a los afligidos, a los que tienen hambre de que Dios ilumine sus vidas, a los que trabajan por la paz (Mateo 5, 22-23).
Y recordar también que el Espíritu Santo está deseoso de fructificar en nosotros como “Amor, alegría, paz, tolerancia, amabilidad, bondad, fe, mansedumbre y dominio de sí mismo”(Gálatas 5, 22-23).
No importa que no podamos anunciar con vigor estas cosas a las multitudes. Igual los que evangelizan con sus vidas como los que reciben este mensaje, son favorecidos con las promesas del Señor.