Domingo 18 de octubre de 2015

Por Beltrán Villegas ss.cc.

Is 53,10-11; Hb 4,14-16; Mc 10,35-45

Después del amor conyugal (dgo.27) y de las riquezas (dgo.28) nos encontramos hoy con el poder. En la vida humana estos tres elementos son indispensables, pero también en ellos fácilmente el egoísmo se hace presente y los corrompe.

Para abordar debidamente el problema del poder, puesto en peligro por esa forma de egoísmo que es la ambición, creo útil plantear una distinción importante: la que hay entre «poder» y «autoridad». El poder es la capacidad institucional de tomar decisiones que obliguen legalmente a otros (aunque hay «poderes fácticos» que obligan y se imponen no legalmente). La autoridad, en cambio es otra cosa, pues le damos este nombre espontáneamente a la capacidad carismática que tienen algunas personas de tomar decisiones o actitudes que arrastran libremente a otras a entrar por ese mismo camino. Sin duda alguna, el poder como tal es necesario. La ambición corruptora del poder es la que ejerce o desea ejercer el poder sin preocuparse de poseer la «autoridad» correspondiente. Y, para Jesús, la única forma de ejercer el poder con esa autoridad, es ejercerlo como un servicio en beneficio de los demás, y no de uno mismo. Y el signo de un poder ejercido como servicio es la capacidad de reconocer y fomentar las diversas formas y especies de autoridad no institucional que se dan siempre en el cuerpo social. El poder celoso y susceptible es un poder no redimido del egoísmo. Para un cristiano, el modelo decisivo es Cristo, lleno de autoridad, pero despojado de todo poder mundano para hacerse «el Servidor» descrito ya en el Libro de Isaías (1ª Lectura), y partícipe de nuestras debilidades según la Carta a los Hebreos (2ª Lectura).

Y su poder mesiánico, Jesús lo quiso compartir con sus discípulos. Él ha querido que sus seguidores compartan todo lo suyo. Entre otras cosas, él quiere que todos sus discípulos hagamos nuestra su misión y su tarea específica, y no quiere que nadie en la Iglesia se apropie de esta plena identificación con él. A la Iglesia no se entra para buscar un beneficio para uno mismo, sino para servir al mundo de los hombres con la mayor fuerza que poseemos: nuestra visión de la realidad y de la vida centrada en Cristo. Lo que S. Pablo llama «la maravilla de haber conocido a Cristo Jesús nuestro Señor», no es algo para disfrutarlo egoístamente, sino para hacérselo descubrir y disfrutar a todos lo que nos rodean.

Cuando hablamos de misiones, nuestra mente evoca unos «misioneros» muy diferentes de nosotros y unos países muy distintos del nuestro. La verdad es que esa Misión de Cristo la tenemos que asumir y desplegar todos nosotros y en nuestro propio país ( y hasta en nuestro propio barrio o ambiente social). Es dramático pensar que son cada vez más numerosos, en nuestro propio medio, los que no descubren en Cristo una manera de vivir infinitamente más rica y gozosa que la de los que no lo conocen. Si de veras para nosotros Cristo es el eje de nuestra vida, es imposible que nuestra fe no sea contagiosa; y recordemos que Pablo VI decía que la fe cristiana sólo se propaga por el «contagio de la experiencia cristiana» (E.N.).

 

 

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