Por Pedro Pablo Achondo Moya ss.cc.
Hoy domingo 22 de noviembre celebramos la fiesta de Cristo Rey y con ella entramos en la última semana del tiempo ordinario. El domingo siguiente ya será el hermoso tiempo de adviento.
La fiesta de Cristo Rey nos permite cerrar el ciclo del tiempo ordinario con una confesión de fe, con una afirmación llena de esperanza para abrirnos al tiempo de la esperanza, el adviento.
La confesión de fe es que Jesús de Nazaret es el Cristo y el rey de todo lo que existe. Sin embargo esta afirmación merece una aclaración. ¿De qué manera Cristo Jesús es rey? Y ¿Qué significa para nosotros hoy su realeza?
Las lecturas del profeta Daniel (7, 13-14), el salmo 93(92) con su versículo de entrada “Reina Yahvé, vestido de majestad”, el Apocalipsis de Juan (1, 5-8) y, en particular, el Evangelio de Juan (18, 33b-37) nos permiten orientar la reflexión sobre la realeza del Señor.
Cuando el salmo canta la realeza lo hace pensando en el Dios de Israel, el Dios liberador del Pueblo y Creador de todo lo que existe; es una exaltación solemne del señorío de Dios sobre la creación desde siempre y para siempre. En esta misma dirección podemos entender a Daniel, conocido por ser un profeta que anticipa el fin de los tiempos o de alguna manera logra ver esos signos finales en el presente de su vida y de los suyos. Dios es rey en cuanto Él es el Señor. Él posee un lugar (trono) que nadie ni nada le puede arrebatar. Lo mismo quieren manifestar las expresiones gloria y dominación (Dn 7, 14). Dios está revestido de Gloria y el domina todo lo que ha creado. En ese sentido la realeza de Dios es su presencia, es decir su ser y su estar, desde siempre y para siempre en cuanto Señor. El Pueblo de Israel, a partir de sus profetas y de su liturgia (Salmos) nos muestran la fuerza de la fe, la convicción que la Alianza les daba: Dios ha elegido a un pueblo y se ha manifestado como Rey.
El Nuevo Testamento nos muestra otra faceta. Si bien el Apocalipsis, libro de esperanza y fortaleza para las comunidades perseguidas y en parte sobrevivientes, mantiene una línea “profética” (siguiendo a Daniel); el Evangelio nos sitúa en otra perspectiva: la de Jesús de Nazaret. Veamos bien, Juan, en el Apocalipsis, quiere afirmar sin que quepan dudas que ese Jesús, crucificado y resucitado, es el Hijo, el Mesías que reina junto al Dios al cual el pueblo de Israel cantaba los salmos de esperanza. Jesús es ese Señor que al resucitar se muestra tal cual es: superior a la muerte y Llagado con los llagados. Jesús es ese Rey herido, ese Servidor sufriente revestido de Gloria y poder por el Padre. Que no quepan dudas: Jesús si ya no está con sus discípulos y seguidores, continúa reinando junto al Padre, es ello lo que la hermosa expresión de Juan quiere decir: “Yo soy el Alfa y la Omega, Aquel que es, que era y que vendrá –dice el Señor Dios”.
El Evangelio nos permite aclarar algunas cosas poniéndolas en la perspectiva de la historia de Jesús. Jesús es rey, pero no al modo de los reyes de la tierra; ni siquiera a la manera del rey David, arquetipo del rey bueno y justo, imagen del Mesías esperado. Jesús, como bien lo sabemos, no se identifica con la realeza davídica, ni con las imágenes llenas de omnipotencia que el Pueblo de Israel (y más tarde la Iglesia) –en su contexto y realidad- tanto aclamaba. Jesús es rey al modo del servidor, al modo del siervo humilde y justo, a la manera de aquel “que testimonia la verdad”. Sin aspavientos ni grandes dominios, sin conducir ejércitos –como dice Esteban, ni liderar batallas. Es fácil extrapolar la realeza de Jesús cuando el profeta Daniel nos insta a ello. Pero, no hay que olvidar todo lo que Jesús hizo y dijo, y que al momento de declarar que “su reinado no es de este mundo” está siendo juzgado. Es en el juicio de un “rey de este mundo” (Pilatos) en donde Jesús será condenado a muerte y se distanciará definitivamente de toda imagen poderosa y autoritaria; de todo poder opresor e incluso de toda dominación de buena voluntad –si es que ello existe.
Jesús es rey, sí; pero al modo de los reyes que no conocemos aun. De los reyes de otros mundos. Al modo de los reinados que aún no son; o que se atisban como un perfume o un susurro suave. Jesús es rey según el Reinado que vino a instaurar: aquel de las Bienaventuranzas y el PadreNuestro; aquel Reinado en donde el poder es servicio y la autoridad consiste en lavarle los pies a los hermanos. Ese es el reino de Jesús y allí somos todos Pueblo Real. Si el Bautismo nos hace pueblo de reyes es para servir a los que sufren y acompañar a los aislados. Si confesamos la fe en Jesús el Cristo, es para salir de nosotros mismos al encuentro de aquel que a nadie ha encontrado.
No caigamos en la tentación de hacerle un trono de marfil al Dios-con-nosotros cuyo trono fue una cruz de madera y una cuna de paja –ambos tronos impuestos y en ningún caso escogidos. No coronemos de oro al que obligaron a usar las espinas hirientes; no vistamos de púrpura al que se despojó de su túnica para secar los pies polvorientos de su traidor.