Por Beltrán Villegas ss.cc.
Is 52,7-10; Hb 1,1-6; Jn 1,1-18
Después de la invitación poética que nos hizo la 1ª Lectura a alegrarnos por la venida de Dios como Salvador misericordioso, hemos escuchado dos textos de mucha densidad teológica que parecieran «desentonar» en medio de la alegría ingenua y tierna que en chicos y grandes despierta el pesebre.
Es claro que la Iglesia quiere que no nos quedemos en un sentimentalismo efímero y superficial; con tales lecturas ella quiere que tomemos conciencia de que ya en Belén se despliega el carácter de «revelación de Dios» que tiene la Encarnación, de tal modo que ya al Niño Jesús, incapaz de hablar en la gruta, lo veamos como «la Palabra de Dios hecha carne». Es capital que comprendamos esa Palabra de Dios que resuena clamorosamente en el silencio de un niño vulnerable, indefenso, necesitado de mil cuidados. Es fundamental tomarle el peso al hecho de que, si Dios quiso revelarse a sí mismo en un rostro humano, haya querido manifestarse primero en el rostro de «un niño envuelto en pañales y recostado en un pesebre».
Ante todo tengamos presente que la Palabra de Dios no es jamás – como lo es tan a menudo nuestra palabra humana – una palabra trivial o que sólo transmite información objetiva sobre diversas «cosas»; la Palabra de Dios – más aún que en los mejores usos de la palabra humana – es siempre una en la que Dios se expresa, se expone, transmite su ser profundo, lo que es el secreto de su corazón. Y – como nos pasa a menudo a los seres humanos – Dios expresa mejor todo eso en gestos visibles que en voces audibles. No hay duda alguna de que Dios nos habla de una manera más eficaz y significativa en gestos mudos que en discursos densos: Belén y el Calvario nos dicen más de Dios que todas las teologías.
Es obvio que Belén nos habla ante todo de la Gracia de Dios: de su amor gratuito que se acerca a nosotros envuelto en debilidad para conquistarnos por el corazón con su fragilidad que despierta nuestra ternura.
Pero creo que la «palabra visible» de Belén envuelve – entre otros muchos más – dos mensajes de gran importancia para nosotros.
En primer lugar, la paradoja de que Dios «cabe» mejor en las realidades insignificantes y pequeñas que en las dotadas de grandeza mundana. Pertenece a lo más entrañable de la visión cristiana de la realidad, que Dios se hace presente prioritariamente en lo débil, en lo pobre, en lo «no importante» según los criterios vigentes. Y esto significa que es más real y verdadera la percepción del valor de las cosas que tienen los humildes y marginados que las que tenemos los «privilegiados»
En segundo lugar, creo que Belén incluye un llamado a hacernos niños, a no anular al niño que hay en cada uno. El niño es pura apertura al futuro, a las posibilidades, a lo nuevo. Nosotros, los adultos, tendemos a instalarnos, a darles carácter definitivo y fijo a nuestras opciones; y sin darnos cuenta llegamos a envejecer a Dios mismo, en la medida en que «nos acostumbramos» a él y lo situamos en el ámbito de lo «ya conocido». Debemos mantenernos abiertos a descubrir nuevos rasgos de Dios y debemos pensar que a los ojos de Dios nuestra existencia nunca está hecha y concluida, sino que sigue moldeable «como el barro en las manos del alfarero».