Quinto domingo de Cuaresma

Por Beltrán Villegas ss.cc.

Is 43, 16- 21; Flp 3, 8-14; Jn 8, 1-11

La escena del Evangelio es gráfica e inolvidable en todos sus detalles. Es obvia la molestia y desagrado de Jesús – perceptible en la displicencia de su gesto de trazar signos en la arena agachado – ante la actitud de esos escribas y fariseos que «usan» a una mujer culpable y avergonzada para armarle una trampa a él. La forma en que finalmente reacciona es extremadamente escueta, pero de enorme trascendencia.

En primer lugar, hace tomar conciencia a los acusadores de que el pecado propio inhabilita para infligir la muerte a otro ser humano negándole la posibilidad de un futuro diferente; las palabras de Jesús – que concuerdan con su enseñanza en el Sermón de la Montaña: «No condenéis para no ser condenados» – contienen una actitud claramente negativa frente a la pena de muerte; y en lo concreto de la situación fueron una iluminación para esos escribas y fariseos, que los puso en camino de salvación al reconocerse como pecadores y que los hizo renunciar a ejecutar a la adúltera.

Pero, sin duda alguna, la cumbre de la escena es la actitud de Jesús frente a la mujer. Ahora que están solos, la mira, y la ve asombrada de su liberación, pero no por eso menos consciente de su culpa y llena de vergüenza. Y entonces le dice esas extraordinarias y simples palabras: «Yo tampoco te condeno; vete y no vuelvas a pecar». Jesús le dice que las puertas del futuro están abiertas para ella, que el pecado pasado no la encierra en una prisión sin salida. En este episodio se encarna lo más novedoso y específico de la manera en que Jesús comprende el proceso de conversión. Jesús se acerca al pecador ofreciéndole aquí y ahora la comunión con Dios, la entrada en el ámbito del Dios de amor que otorga gratuitamente vida y perdón. El perdón de los pecados que Jesús ofrece y regala provoca la conversión; ésta es la secuela del perdón, no su condición previa. Jesús está seguro de que ese perdón puede tocar al hombre en lo más íntimo y moverlo así a la conversión.

En otros términos, para Jesús la conversión tiene más que ver con el futuro que con el pasado. Y San Pablo nos dice que este entrar en el futuro que nos abre Dios no termina nunca y que siempre tenemos que estar olvidando el pasado y lanzándonos hacia delante, conscientes de que ninguna experiencia que hayamos tenido agota a ese Cristo que nos hizo sentir una vez el amor perdonador de Dios.

El episodio evangélico de hoy ha sido objeto de miedosas reservas y aprensiones por parte de muchos cristianos, como se echa de ver en su omisión en numerosos manuscritos antiguos de los evangelios. Sin duda se lo ha considerado «peligroso», viendo en él un estímulo a la relajación moral. Puede ser cierto que se haga un mal uso de esta escena y de la actitud de Jesús en ella. Pero se trata de un peligro inherente a algo tan esencial en el Evangelio y que debería serlo también en la vida de la Iglesia: la centralidad de la misericordia como reflejo del corazón de Dios y como respeto a la posibilidad de todo ser humano de encontrar un futuro diferente, a partir justamente de sentirse acogido sin desprecio y con amor comprensivo.

Creo que si pudiera entrañar algún peligro que los cristianos nos inspiremos en la misericordia de Jesús con la adúltera, mucho más grave sería que se infiltrara en nosotros el rigorismo frío y deshumanizante de los escribas y fariseos que la llevaron ante Jesús.

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