Por Beltrán Villegas ss.cc.
Hch 5, 12-16; Apoc 1, 9-19; Jn 20,19-31
Vamos a detenernos sólo en la 2ª parte del Evangelio, referente a la duda de Tomás, teniendo presente que este trozo es el último del Evangelio de Juan, situado antes de la «conclusión» (vers. 30-31).
Es importante percibir que el centro de interés del relato no es Tomás con su duda transformada en fe por haber visto a Jesús, sino la frase final del trozo, en que Jesús dice: «¿Crees porque me has visto? ¡Dichosos los que creen sin haber visto!».
Por consiguiente, quienes interesan en última instancia son los destinatarios del evangelio joánico: los cristianos que ni tuvieron un contacto directo con Jesús terreno, ni tampoco tuvieron la experiencia pascual. Somos nosotros los aludidos por la frase de Jesús «¡Dichosos los que creen sin haber visto!».
Ya el domingo pasado vimos el contraste entre Pedro y Juan: Pedro sólo vio; Juan vio y creyó. No vio a Jesús; solamente vio unos signos objetivos (el sudario y las vendas), pero tuvo una fe que llegó mucho más lejos. Lo importante no está en el «ver» sino en el «creer». Y desde el comienzo del Evangelio joánico aparece el siguiente reproche de Jesús: «Si no veis señales y milagros, no creéis» (Jn 4,48). Se diría que para Jesús los milagros palpables pueden incluso ser peligrosos para quienes se atienen a lo sensacional sin captar su alcance significativo, solamente a través del cual se llega a la fe en Jesús. (Carácter de relación personal de la fe).
En el relato de hoy aparece Tomás protagonizando una figura típica: Tomás no había sido testigo presencial de la aparición del día de Pascua, sino que los otros discípulos le habían comunicado el mensaje pascual. Es la situación de la predicación cristiana desde los días de los apóstoles. Ahora bien, Tomás exige una prueba directa y «maximalista» (no sólo ver, sino «palpar»). Es la figura del que sólo admite como real lo empíricamente comprobable.
Jesús se le presenta y lo invita a «tocar», y Tomás se rinde ante la evidencia. El Evangelio subraya la condescendencia de Jesús que se presta para aportar una prueba real si lo tiene a bien, incluso para satisfacer una curiosidad indiscreta.
Pero hay que subrayar que el relato no dice que Tomás haya cumplido la invitación de Jesús a tocar. A Tomás le bastó ver a Jesús y sentirse emplazado e interpelado por él. La certeza de Tomás no es mayor que la de los otros discípulos. La palabra de Jesús que lo tocó no fue la de «mete aquí tu dedo y trae tu mano y métela en mi costado», sino la de: «No seas incrédulo. ¡Cree!». En la fe de Tomás hay una renuncia a tocar, en cuanto que equivale a aceptar que Jesús resucitado no se nos ofrece como algo que nosotros podamos disponer a nuestro antojo.
Y Jesús acentúa esta dimensión de la fe al proclamar que ella es posible incluso sin el apoyo de un «ver» al Resucitado. Siempre habrá algún «signo», pero la fe consiste en abrirse a su alcance interpelante y profundo que está más allá de la materialidad objetiva en que se da el «signo». Porque incluso la fe de Tomás fue más allá de lo que «vio». Su profesión de fe: «Señor mío y Dios mío», supera en mucho la experiencia que tuvo. Como decían los Padres de la Iglesia: «Una cosa vio, y otra creyó».
Una última reflexión: Jesús espera ocho días para disipar las dudas de Tomás; es que el proceso de la fe y de su maduración no es algo mecánico. Hay ritmos e itinerarios diversos, que requieren comprensión y paciencia. Es normal llegar a la fe madura de a poco y en medio de dudas. En la Iglesia no caben sólo los perfectos en la fe (¿quiénes son y donde están?), sino también los que buscan, se preguntan, se debaten persiguiendo la luz. En la Iglesia hay lugar para los que llegan primero, pero también para los Tomases que llegan tarde.
Que el Señor nos conceda una fe capaz de penetrar hasta la entraña invisible de los «signos» que tejen nuestra experiencia cristiana.