Por Beltrán Villegas ss.cc.
La voz de Jesús en su Iglesia
Hch 13,14.43-52; Apoc 7, 9.14-17; Jn 10, 27-30
El comienzo del Evangelio de hoy es tan rico como conciso. Lo más obvio es que para los cristianos todo se juega en su relación con Jesús: relación de intimidad de Jesús con sus discípulos: «Yo los conozco» (= tengo una relación íntima con ellos); relación de búsqueda de Jesús por ellos: «ellos me siguen» (= él constituye el polo de atracción de la vida de ellos); y relación definitiva («vida eterna», «jamás perecerán», «nadie me los quitará de la mano»). Ahora bien, la base de todo está en que Jesús les habla y en que ellos escuchan su voz. Se trata de una Palabra que llama y despierta, que suscita respuesta, que enseña y orienta, que introduce en la intimidad (=confidencia).
La razón de ser del ministerio eclesial de obispos, presbíteros y diáconos consiste en primer lugar en hacer presente hoy en la Iglesia la Palabra del Señor (no sólo una palabra sobre el Señor), en tal forma que los fieles puedan sentirse llamados, interpelados y convocados por el Señor mismo, y no por los hombres, para que sea claro que no hay más Señor en la Iglesia que el mismo Jesús. Si los cristianos no pueden oír hoy la voz del Señor, les queda cerrado el camino normal que los lleva a la intimidad con él y a su seguimiento.
La posibilidad de oír hoy la voz del Señor está dada por la existencia en la Iglesia de la Sagrada Escritura, que es la Palabra de Dios escrita. La tarea de los ministros de la Iglesia es ayudar a que la letra escrita se convierta en una palabra viviente y personalizada: comprensible en su contenido y comprensible en su pertinencia (a veces «impertinente» y descolocadora).
Ustedes comprenden cuál es la máxima carga que pesa sobre la vida de los ministros encargados de apacentar las ovejas del Señor como del Señor, y no como propias. No es tanto el destino de persecuciones y hostilidades que puede acarrear el cumplimiento de la misión de proclamar la Palabra del Señor (cf.1ª Lectura). Es sobre todo la responsabilidad de no hacer oír la palabra propia, en vez de la del Señor o mezclada con la del Señor, sabiendo que es prácticamente imposible evitar siempre y del todo ese peligro. La conciencia de la confianza que Dios ha tenido en nosotros al confiarnos el Evangelio puede, por cierto, infundirnos la esperanza de que él nos ayudará a no errar demasiado, como lo decía S. Pablo de sí mismo (cf. 1 Cor 1,3-4; 2 Cor 2,16-17). Pero el mismo Pablo les pedía a sus fieles que rezaran para que él pudiera cumplir fielmente su ministerio (2 Tes 3,1; Flp 1,19; Col 4,3-4)
Hoy es el día en que se nos pide a todos los católicos que recemos por las vocaciones a ese ministerio, que es en primer lugar ministerio de la Palabra y – en seguida – ministerio de los Sacramentos (al revés de lo que muchos católicos piensan). Por muy urgidos que estemos en Chile por la enorme falta de ministros ordenados (diáconos y presbíteros), tenemos que darle prioridad – – en nuestra oración – a la calidad por sobre la cantidad. Sin duda alguna, más valen pocos buenos que muchos mediocres. Pero estoy convencido de que en nuestra Iglesia habría la posibilidad de «muchos buenos». Creo que el obstáculo mayor para que surjan vocaciones al ministerio eclesiástico, radica en la creciente pérdida de conciencia de que toda vida cristiana tiene que configurarse de acuerdo con lo que Dios le pide a cada uno. El cristiano no puede dejar de pensar que está llamado a servir. Y son, sobre todo, las necesidades de los demás las que deben pesar decisivamente en la «opción profesional». Mientras no sea una evidencia vigente en todas las familias, que todos tienen que descubrir la vocación que cada uno tiene, es decir lo que Dios espera de cada cual, no habrá muchas posibilidades de que los adolescentes reconozcan su vocación al ministerio eclesiástico. La «opción profesional» tiene que surgir de la convergencia de dos coordenadas: las condiciones o dotes personales, y las necesidades de la sociedad en que vivimos. La vocación al ministerio eclesiástico consiste en la toma de conciencia de la necesidad de ese servicio al pueblo de Dios, y de la capacidad de asumir adecuadamente ese servicio. No se necesitan especiales voces del cielo ni experiencias extraordinarias.
Esta petición por las vocaciones surgirá con autenticidad si ustedes están persuadidos de la importancia y necesidad de que haya ministros de la Palabra, y de las dificultades inherentes a este ministerio. Y si es así, que la oración de Uds. sea también por quienes hemos recibido esta exigente misión.