Quinto domingo de Pascua 2016

Hch 14, 21-27; Apoc 21, 1-5; Jn 13, 31-35

En la Liturgia de hoy el tema de «lo nuevo» tiene una gran presencia: «cielo nuevo y tierra nueva», «nueva Jerusalén», «Yo hago nuevas todas las cosas», «mandamiento nuevo». En esta terminología se expresa un rasgo fundamental de la visión cristiana de la existencia, esperanzada, por contraposición a ese pesimismo tan frecuente que nos hace ver nuestro presente a la luz del pasado para concluir sombríamente: «Todo tiempo pasado fue mejor». (Jorge Manrique). Prácticamente todos los pueblos han situado la «Edad de oro» en los comienzos y han visto la historia humana como una constante decadencia. El cristianismo, por el contrario, sitúa en el futuro la plenitud de la historia humana, recurriendo para ello a diversos símbolos, como «el Reino de Dios», o «la Jerusalén celestial». Y esta visión cristiana se funda en una manera particular de concebir al Dios Creador. Dios es Creador, no porque creó hace miles de millones de años (Cuando el Big Bang, por ejemplo), sino porque está y estará siempre creando (es decir, según la Biblia, «Haciendo cosas nuevas»). En su acción creadora, tiene Dios lo que podríamos llamar un «proyecto final», y nos lo ha dado a conocer para que nosotros dirijamos nuestra actividad de tal modo que favorezcamos – y no obstaculicemos – el logro de esa meta final de la historia.

Por eso los invito a tomarles el peso a los elementos que constituyen el fondo de la visión simbólica que nos describe el Apocalipsis. Creo bueno subrayar en primer lugar que esta Jerusalén celestial, es una ciudad, es decir, un lugar o espacio común, donde todo lo propio de cada uno se vuelve una posibilidad para todos los demás, donde se agudiza la conciencia de un destino común, donde la «convivencia» se puede vivir libremente y no por una imposición fatal. En seguida se destaca la plenitud humana de la vida que allí se vive, «sin muerte, ni llanto, ni lamento ni dolor». Finalmente, se le otorga el máximo de relieve a la plena comunión entre Dios y los hombres: «Vivirá con ellos, y ellos serán su pueblo, y Dios mismo estará con ellos como su Dios»; y la colaboración humana en este logro aparece señalada cuando se nos dice que esa Jerusalén «estaba arreglada como una novia vestida para su prometido».

Es muy importante subrayar aquí que, según la enseñanza de Jesús, de San Pablo, de San Juan, y de casi todo el Nuevo testamento, ese futuro absoluto del reino de Dios o de la Jerusalén celestial puede y debe tener una «anticipación» limitada y parcial, pero real, en nuestro presente histórico. Es esta perspectiva la que le da sentido al «mandamiento nuevo» de que habla Jesús en el Evangelio. Podríamos decir como un «slogan»: «Un mandamiento nuevo para un mundo nuevo». Nuestra sociedad, nuestra cultura, nuestro mundo sólo pueden «renovarse» de veras si tiene vigencia el amor desinteresado como el de Jesús. Este amor nos hace compartir lo más divino que hay en Dios, que es su capacidad de darse y entregarse para ser «nuestro Dios». Por mucha «modernidad» que se dé, estaremos en un mundo viejo y sin destino, si nos movemos, según la hermosa frase de Octavio Paz, «en las aguas heladas del cálculo egoísta».

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