Barros, un problema teológico

Por Pedro Pablo Achondo ss.cc.

Todos hemos recibido una formación que en alguna medida estructura y da consistencia a nuestras acciones, ideas y maneras de ser. El camino de formación en la iglesia es largo; dura varios años y en general no se detiene nunca. De ahí que hablemos de una formación permanente. A nivel académico; a nivel pastoral, psicológico, artístico; en definitiva humano. De todas maneras monseñor Barros recibió una formación. Si esta fue buena o no, lo manifestarán sus acciones (cf. Santiago 2), sus ideas y formas de relacionarse con Dios, con los demás y, en particular, con los pobres.

Lo de Barros parece ser, entre otras cosas, un problema teológico. Quizás el mismo según el cual padece Karadima –y otros tantos. A saber, que la persecución, el rechazo y, en definitiva, el sufrimiento, son un camino de santificación. Su lógica sería: “Tengo que soportar este calvario para acceder al cielo”. O de manera menos naif: “Mi sufrimiento forma parte de la pasión de Cristo y por lo tanto debo asumirlo como voluntad de Dios”. Y nos parece que justamente ahí, hay un problema teológico.

Si bien cierta línea moral –la de Barros- podría fundamentarse en el texto de Mateo 5, 11: “Bienaventurados serán cuando los injurien y los persigan y digan con mentira toda clase de mal contra ustedes por mi causa. Alégrense y regocíjense, porque su recompensa será grande en los cielos…”; habría que saber interpretar bien estas palabras. Primero, una regla general de toda hermenéutica es comprender el texto en su contexto, y aquí Jesús está hablando de los pobres y agobiados; se está refiriendo a los sufrientes y víctimas de la exclusión: es la muchedumbre que seguía a Jesús buscando un consuelo, una palabra de aliento y muchas veces algo que comer. Se trata de las Bienaventuranzas, discurso de Jesús que puede ser comprendido como una invitación a la esperanza en un contexto de adversidad, como un proyecto de vida según el cual los que viven el drama de la existencia recibirán –desde aquí y ahora- la plenitud de la promesa hecha por Dios. Es decir, no toda persecución nos hace bienaventurados. Y, podríamos afirmar, que Dios en ningún caso la desea. No hay persecución que sea voluntad de Dios (salvo la que es consecuencia del amor y la defensa de los pequeños, oprimidos e injusticiados). Ahí radica el segundo criterio hermenéutico: comprender el texto en la totalidad del mensaje cristiano, que grosso modo es un mensaje de amor y libertad, de fraternidad universal y reconciliación con Dios, los hermanos y la creación.

Ambos criterios aplicados a Barros no se cumplen. Si el sufre una cierta persecución se debe a su historia, a sus acciones –y omisiones en tanto presbítero y pastor- y por significar (y simbolizar) una cierta manera de ser Iglesia frente al pueblo de Dios. Manera que desde hace tiempo está en crisis. Barros no es perseguido “por causa de Jesús”. ¡Muy por el contrario! Por otro lado, el pueblo no está diciendo “con mentira toda clase de mal”. ¿Qué es lo que entonces hace tan difícil su renuncia? Más allá -y además- de un complejo aspecto institucional, nos encontramos con esta traba –no menor- de carácter teológica: el sufrimiento como camino de salvación.

El sufrimiento en sí –y ojo con esta expresión- no es condición para la salvación. Él es, existe, es real, está presente en la vida de todo humano; como parte de aquello que llamamos vida. Es evidente que nadie sufre de la misma manera que el otro. Cada sufrimiento es único e intransferible. Nadie puede sufrir en lugar de otro. Una adecuada cristología nos enseña que Jesús en ningún caso deseó el sufrimiento, la cruz o la muerte. Expresiones como “libremente cargó con la Cruz”, o “murió para que nosotros fuéramos salvados”, merecen reservas y bastante explicación. Jesús libremente asumió el amor y sufrió las consecuencias de ser fiel a su verdad hasta el final. La muerte de Jesús no es un deseo de Dios y mucho menos el sufrimiento humano. Si así fuera estaríamos hablando de un dios sádico que se goza con el dolor ajeno. Cuando alguien sufre creyendo que está viviendo el querer de Dios –aunque ello alivie su pesar- estaría adorando a ese dios que está bien lejos del Dios-Misericordia de Jesús. Hay mucho que decir respecto al sufrimiento, enigma humano que ha apasionado a filósofos y maestros espirituales de toda época y latitud.

Aquí lo que interesa es que Monseñor Barros no solo está “pecando” al dividir el rebaño, en el sentido profundo y bíblico de pecado: romper la relación, cortar el vínculo de Alianza con Dios y con la comunidad, negar la intención del Dios-hecho-hombre al haberse acercado a su creación. Sino también incurre en un profundo error teológico: creer y vivir según la convicción de que el ser perseguido lo llevará a la Gloria, cuando lo que en realidad ocurre es que su presencia divide a una comunidad de fe, rompe vínculos familiares y eclesiásticos (dentro de su propio clero, su pequeño rebaño) y mantiene a la Iglesia chilena en la vitrina del anti-testimonio; y por si fuera poco el hermano Barros –imaginamos- sufre vanamente y vive una vida infeliz, amarga y trunca; y ¿todo eso para qué?

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