Por Alberto Toutin ss.cc.
1 Re 17,17-24, Sal 29; Ga 1,11-19; Lc 7,11-17
No tenemos palabras para decir un padre o una madre que pierde un hijo o una hija. Cuando los hijos pierden a sus padres quedan huérfanos. Pero cuando los padres pierden a sus hijos, se quedan literalmente sin palabras.
Hoy los textos nos hablan precisamente de madres que pierden a sus hijos. Una busca encontrar un sentido a este sin sentido, escarbando en sus propias culpas como si éstas pudieran ser la causa de tal pérdida irreparable. En la travesía del dolor necesitamos aferrarnos a un porqué. La otra busca sobreponerse a este nuevo desamparo que se suma al ser viuda, no teniendo otro recurso que el llanto por su hijo. Rabia consigo misma, contra los otros, llanto, expresiones todas de la desolación.
En esa situación, Elías toma en sus brazos al niño muerto y ora a Dios en un dialogo franco, abierto haciéndose eco del sufrimiento sin sentido de la madre desolada por la muerte de su hijo. El gesto que acompaña la oración de Elías es potente. Se extiende sobre el niño muerto como si quisiera sentir en su propia carne la muerte. Imagen fuerte del profeta intercesor que hace suyo el dolor de los otros, toma parte en él y desde allí, ora a Dios. La oración de intercesión cobra entonces otra urgencia y otra dimensión.
Jesús, por su parte, se deja conmover ante el cortejo fúnebre de esta viuda acompañando a su hijo muerto y siente una honda compasión por la mujer. La única forma de acercarse con respeto y verdad al sufrimiento ajeno es experimentando en la propia carne ese dolor, compadeciendo.
Desde allí Elías descubre con nueva hondura el rostro del Dios compasivo que escucha la oración del que sufre. También Jesús descubre el señorío de Dios que se extiende incluso más allá del límite de la muerte. La memoria de este hecho, imaginamos, lo habrá sostenido en su propia oración dirigida al Padre, desde la cruz.
De la impotencia frente al dolor ajeno pero que toca las entrañas, y de la intercesión compasiva y orante de Elías y de Jesús, surge una confesión de fe robustecida en la acción de Dios que visita su pueblo, que escucha su oración y autentifica a los hombres y mujeres de Dios.
Puedes preguntarte si te dejas tocar, incluso conmover por el dolor de las personas que encuentras, si estas situaciones te invitan a una oración de intercesión más urgente y más confiada en el Señor. Para los pastores y para los hombres y mujeres de Dios, no basta tener “olor a oveja” sino que tomamos parte en el sufrimiento de las personas que nos han sido confiadas; ayudándoles a sobrellevar juntos ese sufrimiento tantas veces sin sentido y orando incasablemente al Señor. “No, no es desde mi ventana donde pueda escrutar los signos de tu venida. Es al caminar al interior de lo que cada día le pasa a mi hermano y me pasa a mí, le pasa a mi pueblo y me pasa a mí” (Esteban Gumucio)