Domingo 19 de junio de 2016

Por Sandro Mancilla ss.cc.

La búsqueda de Dios con la imagen de la sed que aparece en la primera estrofa del salmo 62 es una experiencia que, seguramente, muchos creyentes vivimos o hemos vivido. Me gusta imaginar que los discípulos, en su cercanía con el Señor, vivían constantemente esta necesidad de Dios que poco a poco se iba satisfaciendo con el encuentro, las palabras y el ejemplo de vida de Jesús.

Sin embargo, cuando leemos un pasaje del evangelio como el de hoy nos podemos dar cuenta de que todo este proceso de saciar la sed de Dios, aun en el compartir la vida con el mismo Dios-Jesús, no es nada fácil.

Los discípulos acompañan a Jesús mientras oraba a solas. La oración de otro siempre es un misterio para los demás. Les hace una pregunta que los involucra no solo en la dimensión del aprendizaje, sino en su propia confesión de fe que Pedro expresa correctamente aunque no con exactitud.

Todo lo que viene después es, para los discípulos, una confusión tras otra: “El Hijo del hombre debe sufrir mucho”, a lo que se une la invitación a la renuncia a sí mismo y a cargar con la propia cruz con la consiguiente afirmación tan extraña y difícil de comprender: “el que quiera salvar su vida, la perderá; el que pierda su vida por mí, la salvará”.

Perder la vida para salvarla… es el proyecto que asume Jesús con su muerte y resurrección. Nada menos que el “Mesías de Dios” pierde su vida, entregándola, y la salva siendo resucitado.

Acoger ese proyecto en la propia vida como creyente es el camino para poder decir con el salmista: “Mi alma quedará saciada como con un majar delicioso (…) Porque tu amor vale más que la vida”

Cuando creemos verdaderamente que el amor de Dios vale más que la propia vida, la podemos entregar libremente, aunque haya que pasar por el sufrimiento y llorar amargamente. Por esa fe nos reconocemos hijos de Dios en Cristo Jesús, porque habiendo pasado por su bautismo nos hemos revestido de quien nos ha amado hasta entregar su vida por nosotros.

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