Domingo 24 de julio de 2016

Por Beltrán Villegas ss.cc.

Gen 18,20-32; Col 2,12-14; Lc 11,1-13

Tan importante para nuestra fe cristiana como la afirmación de la filiación divina y la divinidad de Jesús, es reconocer plenamente su humanidad que lo hace participante de nuestra condición humana, sujeta al hambre, al cansancio, al miedo, a la ignorancia, al sufrimiento y a la muerte. Uno de los rasgos que nos revelan esa plena humanidad de Jesús es su oración.

Los evangelios señalan de paso a Jesús, como todo judío piadoso, participando en el culto de la sinagoga, recitando los salmos previstos para la celebración de la Pascua o pronunciando la fórmula de bendición antes de tomar los alimentos. Y tenemos que suponer que de igual modo recitaba diariamente las oraciones tradicionales: el Shemá, las Shemoná esreh y el Qaddish.

Pero lo que particularmente señalan los evangelios es que Jesús había orado por libre iniciativa y que pasaba con cierta frecuencia largas horas -o la noche completa- orando a solas. Parece seguro que esta plegaria de Jesús tenía que ver con su «misión», es decir, con su propia existencia en cuanto definida por la tarea -inevitablemente conflictiva- de darle presencia al reinado de Dios en la ambigua coyuntura histórica que fue la suya.

La más antigua tradición evangélica nos cuenta del contenido de la oración de Jesús en dos oportunidades: en una de ellas nos encontramos con una exclamación gozosa en la que Jesús expresa su adhesión a la decisión de Dios de revelarles sus secretos a los pequeños (Lc 10,21); en la otra se nos presenta a Jesús sufriendo una larga agonía antes de llegar a abrazar esa voluntad de Dios que lo llevaba a su pasión y a su muerte (Mc 14,36-39).

En ambas Jesús llama a Dios «Abbá», y en ambas lo capital está en la aceptación de lo que Dios ha decidido o va a decidir. Es fácil ver que hay cierta tensión entre la familiaridad vinculada con «Abbá» y la voluntad normativa de Dios envuelta en un velo misterioso.

Me pareció importante evocar la oración personal de Jesús para que su enseñanza sobre nuestra oración quede en su contexto adecuado.

Creo que lo más decisivo es comprender que esa enseñanza forma parte de la «buena nueva» proclamada por Jesús, y que está basada, como ésta, sobre el carácter de Dios como Padre (Abbá): Dios es tan Padre que se preocupa de nosotros y está pronto a escucharnos; tan Padre que le gusta que confiemos en él hasta el punto de exponerle nuestros anhelos y deseos, aunque él ya los sabe de antemano.

Esto quiere decir que, para Jesús, nuestra oración no es una nueva «carga» que se nos impone, sino un nuevo horizonte que se nos abre. El énfasis de Jesús cuando nos dice «Orad», «Pedid», no recae en que «debemos» hacerlo, sino en que «podemos» hacerlo con la certeza de que nuestra plegaria llega hasta un Dios que espera que nos relacionemos con él incluso en la forma de «petición» confiada. Orar es un privilegio que surge de nuestro carácter de «hijos de Dios»

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