El sistema de cotización individual actual de las AFPs se funda en la meritocracia: al jubilar, supuestamente, recibes un dinero proporcional a tu esfuerzo y al trabajo que tuviste. Una pensión de acuerdo a los méritos laborales.
Sin embargo, el sistema no ha respondido a las expectativas y está dejando a muchos trabajadores con pensiones que no les permiten vivir con dignidad. Aquí es donde la meritocracia debe ser cuestionada desde el concepto de dignidad, pues da la impresión que el mérito es relevante para la dignidad de la persona, condicionaría una mayor o menor dignidad, una pensión digna o indigna; una vida tranquila o una vida marcada por la necesidad y la pobreza.
Esta conexión tan íntima entre mérito y dignidad es una distorsión aberrante. La dignidad de la persona es una afirmación que antecede al mérito: la persona es digna porque es persona, punto. La persona merece una vida digna porque es persona, punto.
La gran estafa de las AFPs se funda en que se ha puesto en primer lugar el negocio antes que las pensiones dignas para los jubilados. Por eso es muy sospechoso que quienes son los dueños o participan en la gestión de las APF sean tan defensores del sistema: ha sido un muy buen negocio y se han enriquecido con él. Y, por otro lado, se extiende más y más un descontento entre los trabajadores por sentirse (porque son) estafados.
El punto de partida debiera ser ponerse de acuerdo en qué pensiones serían necesarias para una vejez digna. Y desde ahí mirarlo todo, rediseñarlo todo. Sin duda que esto debe abrirnos a pensar la solidaridad como base de un sistema de pensiones, superando el actual sistema en que cada uno se las arregla (o se hunde) solo.
Una transformación así de radical solo podrá venir desde la ciudadanía. Nuestro sistema político ha demostrado ineficiencia a la hora de transformaciones radicales. Todo indica que a causa de una colusión existente entre poder político y poder económico.