Domingo 4 de septiembre de 2016

Por Oscar Casanova ss.cc.

Sab 9,13-18; Flm 9b-10.12-17; Lc 14,25-33

“Dame Señor, un corazón cotidiano
siempre corazón amante y creyente
y que gota a gota, como la llave descompuesta
rebalse imperceptible y creciente
tu palabra secreta”
Esteban Gumucio ss.cc.

En el Evangelio de este domingo, Jesús lanza una de las frases más radicales y extremas de su predicación, una frase a la que todo aquel que se considere cristiano tiene que enfrentar, tarde o temprano. Mientras continúa su camino decidido a Jerusalén (donde morirá), se detiene de pronto y se dirige a aquellos que, por una u otra razón, habían comenzado a ir tras sus pasos. La declaración de Jesús es directa y tajante, el que quiera seguirme tiene que amarme más que a sus seres queridos y sus bienes”, en otras palabras, más que todo. Solo Dios había exigido tal cosa, solo Dios puede ser el absoluto de la vida, y Jesús lo plantea con toda claridad. Y con la misma claridad describe el camino que viene si quieren continuar siguiéndolo: la senda pasa inevitablemente por una cruz. Jesús no ha hecho otra cosa que describir su propia experiencia: Dejarlo todo y estar dispuesto a dar la vida por su misión (el Reino de Dios), es lo que le exige/ofrece a los que lo siguen, un amor absoluto y dar la vida entera.

Ahora bien, dar la vida no es algo que se logre espontáneamente. El maestro conoce a sus discípulos, y conoce lo que significa ser un ser humano, no hay otra forma de crecer que, a través de largos procesos, muchas veces difíciles, que implican discernimiento y constante revisión. Es lo que propone, a continuación de la rotunda exigencia.

Las imágenes son sencillas, pero muy significativas. Una torre, un ejército. Y nosotros preguntándonos, dubitativos, si seremos capaces, capaces de terminar la torre, capaces de vencer con este ejército. Pero la torre de nuestra vida tambalea constantemente, le faltan piezas, incluso de la base que hace tiempo se ha intentado cimentar. El ejército al que nos hemos unido para dar la vida (porque nadie da la vida solo) muchas veces lo reconocemos pequeño y atravesado por la corrupción y la búsqueda de poder. Al sacar cuentas siempre llegamos a la misma conclusión: no somos capaces. Quizás es lo que quiere decir la primera lectura, de libro de la Sabiduría “Los pensamientos de los mortales son mezquinos, y nuestros razonamientos son falibles… con trabajo encontramos lo que está a mano”. Entonces, ¿qué hacemos?, ¿dejamos de caminar?. Aquí algo interesante, Jesús les habla a hombres y mujeres que ya habían comenzado a caminar, de una u otra manera, ya habían tomado la decisión de ir tras sus pasos, incapaces y confundidos, es probable, pero honestamente fascinados por este hombre.

Las cuentas que se sacan frente a nuestra torre y frente a nuestro ejército no son acerca de la capacidad, donde todos deberíamos quedarnos sentados, sino en cuanto al amor (el que no me ame más que…), es muy hermoso darnos cuenta que el amor nunca depende de nosotros solamente. Por supuesto que hay que cuidarlo, pero su origen siempre tiene que ver con lo que otro hace en nosotros, y con la fuerza que otro nos genera cuando estamos a su lado. Jesús nos pide amor, pero él hace posible que esto suceda, él ha comenzado el camino, como el libro de la Sabiduría de nuevo: “enviando tu Santo Espíritu desde el cielo, solo así fueron rectos los caminos de los terrestres, los hombres aprendieron lo que te agrada, y la sabiduría los salvó” y responde el salmo 89: “Baje a nosotros la bondad del Señor y haga prósperas las obras de nuestras manos”.

Lo único que hace que dar la vida entera sea posible, que cargar una cruz e incluso morir clavado en ella valga la pena, es el amor. Un amor que Jesús ha comenzado, amándonos. Si caminamos tras él es porque él nos ha salido al encuentro primero, es SU AMOR el que Jesús permite que sintamos, un amor que lo deja todo, para amar a todos, y que no retrocede ante los riesgos de desafiar un sistema donde muchos son marginados hasta la muerte. Es ese amor, que lo deja todo para amar a todos hasta la cruz, el que se nos exige, el que se nos ha dado, el que hay que acoger. El tata Esteban tiene un poema muy conocido que nos ilumina con su sencillez y belleza: gota a gota, como la llave descompuesta, en un amor que lo da todo, en la monotonía de lo cotidiano, de lo oculto, de lo pequeño. Todas las vidas entregadas han sido largos caminos de pequeñas entregas cotidianas, entregas ocultas en largos años anónimos que solo el amor iluminó. No solo se entrega la vida al ser clavado en una cruz, como Jesús, o al contagiarse de lepra incurable, como Damián, o cuando se decide tomar el lugar de un padre de familia en una ejecución en un campo de concentración, como lo hizo Maximiliano Kolbe, son también esos treinta años en Nazaret, son esos largos años de misionero desconocido, ese trabajo incansable por anunciar la buena noticia. Eso también es dar la vida, es mirar la torre endeble o nuestro querido ejército muchas veces incompetente, y continuar por el recio y porfiado amor. Amor que conduce, en definitiva, a la cruz, a la lepra, a la inanición, y más allá, a la resurrección y a la vida para todos.

Una llave descompuesta, una torre a medio hacer, un pequeño ejército muchas veces dividido por el egoísmo y el deseo de poder. Eso es lo que tenemos, eso es lo que asumimos y ofrecemos amando, conscientes que solo ese amor que nos une al maestro, y a los que el maestro ama, puede lograr que esto, claramente insuficiente, nos siga manteniendo en el camino, siempre exigente, pero siempre esperanzado, de dar la vida cada día, gota a gota, días, meses, años.

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