Domingo 11 de septiembre de 2016

Por Rafael García ss.cc.

Ex 32,7-11.13-14; 1 Tim 1,12-17; Lc 15,1-32

Muchas veces el perdón más difícil de otorgar es aquel que debemos darnos a nosotros mismos. Cuando son otros los que nos han ofendido, fácilmente brotan en nosotros sentimientos de enojo, rabia o indignación. Nos molestamos y ponemos toda la carga negativa sobre el otro y sobre lo que nos hizo.

Pero, cuando hemos sido nosotros los que hemos ofendido o los que la hemos embarrado, no son esos los sentimientos que surgen más notoriamente. Ya no es el enojo o la rabia lo que aparece, sino que, muchas veces, es la vergüenza y el miedo lo que se instala en nuestro corazón. ¡Y puede ser tanto más doloroso! A veces preferiríamos que nos retaran o que nos llamaran la atención, pero en vez de eso, vemos que hemos defraudado a alguien, que hemos hecho un daño más allá de los enojos y que hemos abierto una herida difícil de sanar. Darse cuenta de eso es extremadamente doloroso.

Probablemente, algo así sintió el hijo de la parábola narrada por Jesús. Y esto cobra aún más fuerza si lo pensamos en el contexto en el que Jesús está hablando y quién es su público: judíos practicantes y respetuosos de la ley. En aquella época, en la cual toda la vida se estructuraba a partir de la familia y las tribus, renegar del propio hogar no era solamente una rareza, sino que, ante todo, era una ofensa a la propia sangre y, peor aún, a Dios mismo, puesto que era rebelarse al esquema tradicional de la vivencia de la fe en el núcleo familiar, tan fuertemente establecido en la historia de Israel.

En la parábola, la partida del hijo es también un modo de decirle a su padre «no me interesas, ni tú ni el legado familiar; yo prefiero valérmelas por mí mismo»; es un repudio y rechazo abierto. Pero aun así, el padre no hace nada, lo deja partir, aun sabiendo -quizás- lo que esto significa. El amor del padre no es posesivo ni dominante, sino que deja ser al hijo, aun cuando esa partida le duela en lo más profundo de su corazón. Es un amor en la libertad.

El amor del hijo, en cambio, es un amor hacia sí mismo y sus propios intereses (¡tan común en la adolescencia!). Sus motivaciones parecieran ser tan pasajeras y movidas únicamente por la búsqueda del placer. Quizás eso lo ha enceguecido. Pero tarde o temprano debía darse cuenta, puesto que lo que buscaba con tanto frenesí no podía durarle para siempre. No, lo imperecedero estaba en otra parte, en aquella casa capaz de albergar un amor tan grande que incluso en el dolor permanece vivo. Eso es el amor del padre.

Era obvio que el hijo iba a regresar. Y aún más obvio era que su padre lo iba a recibir, aun cuando el hijo no se lo creyera y estuviera atravesado por la vergüenza de haber rechazado a su papá. El perdón del padre nunca estuvo en duda, pero fue el auto-perdón del hijo el que fue difícil conseguir. Quizás cuánto tiempo pasó este hijo entremedio de los chanchos preguntándose cómo pedirle perdón a su padre, cuando, en realidad, lo único que le hacía falta era recordar que el amor de su papá era infinito e incondicional. Solo fue necesario un fuerte abrazo para que el hijo recordara esta verdad.

Dejémonos abrazar por el Padre y recordemos que su perdón se nos ha ofrecido para siempre, que sus brazos se han abierto desde el origen de la historia para abrazarnos una y otra vez, hasta que lleguemos al abrazo definitivo junto a todos los que alguna vez hemos amado.

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