Por Percival Cowley ss.cc.
Ex 17,8-13; 2 Tim 3,14-4,2; Lc 11,37-41
Dios escogió a Moisés. Este a Jonás. A uno y otro los envió con una misión: salvar al pueblo de Israel para que también este se supiera elegido.
Moisés envió a Jonás, pero no lo dejó solo, no lo abandonó a su suerte. Era necesario que también Jonás tuviera la experiencia de que Dios le acompañaba. Así, Moisés promete que estará acompañando a Josué y los suyos desde lo alto de la cima durante la batalla contra los amalecitas.
Pero Moisés, ese primer escogido, tampoco está solo. Le acompañan su hermano Aaron y Jur. Ellos, manteniendo sus brazos en alto, aseguran lo que Moisés no habría logrado por sí mismo.
Ya en esta lectura del libro del Éxodo se nos estaba haciendo presente la comunialidad de la Iglesia.
Desde esta intervención de Dios en la historia humana, estamos hablando de un Dios que elige a un pueblo, lo que en la persona de Moisés, llamamos personalidad corporativa o inclusiva. En él es el pueblo entero el elegido. Sin embargo, Moisés solo no es capaz de asistir a ese pueblo en batalla.
Muchos, quizá todos, desde la niñez, tuvimos conocimiento de las Sagradas Escrituras, posiblemente mucho más a través de los relatos bíblicos que de las afirmaciones conceptuales del catecismo, que repetíamos una y otra vez hasta memorizarlas.
La pregunta que se hace Jesús mismo, al final del Evangelio de hoy acerca de la segunda venida del Hijo del hombre, puede ser particularmente pertinente para nuestro propio presente. La pregunta es si acaso él encontrará, cuando venga, fe sobre la tierra.
La pregunta es particularmente válida para nuestro mundo occidental.
Antes hablábamos de una «cultura cristiana occidental» y ya no lo hacemos… En medio del proceso de secularización solo ha sobrevivido el término «occidental». Para que esto haya ocurrido, son varias las preguntas que asaltan el horizonte de nuestra fe.
La primera, proviene de la experiencia que parte con Constantino, con la consiguiente institucionalización de la Iglesia.
La segunda, de la necesidad de precisar los contenidos de la fe y ello ante las múltiples herejías, fruto de los subjetivismos de cada época. Esas precisiones se realizan a través del lenguaje disponible de cada momento, y ellas se concretan en proposiciones conceptuales, muy necesarias, pero que, con el correr de los siglos, llevaron a refugiarse en esos conceptos abstractos, con olvido frecuente de dogmas que, mal entendidos, no dejaban espacio para el misterio de la fe. Las actitudes eclesiásticas y clericales, de laicos, sacerdotes y obispos, de orden dogmático, cerraban, de hecho, las puertas a ese misterio donde la fe se las juega como experiencia vital.
La historia nos muestra, por una parte, en forma constante, la fidelidad de Dios demostrada en los más variados acontecimientos y, por otra, la experiencia de un Dios presente en medio de esos acontecimientos y el pronto olvido de las «maravillas de Dios», manifestado en múltiples infidelidades.
En la Iglesia, como pueblo de Dios y como comunión, vivimos situaciones similares. Desde la hondura dramática de nuestras propias infidelidades, podemos rescatar, a cada momento, la fidelidad de Dios manifestada sobretodo en la Pascua de Jesús; en el rescate de la búsqueda del rostro de Dios, manifestado en Jesucristo, por todos y cada uno de los cristianos; en la construcción del Reino, como misión, aquí y ahora, en la búsqueda de un mundo más justo en solidaridad con los pobres. Todo ello, acogido como invitación que el Señor mismo nos hace, desde su amor fiel, primero y gratuito. Esa será la fe viva y verdadera: aquella que es asumida como don y tarea; aquella que es camino y, por eso, verdad y vida.