Por Beltrán Villegas M. ss.cc.
Is 2,15; Rom 13,11-14; MT 24,37-44
Cronológicamente, el Adviento es el período de cuatro semanas que precede a la celebración de la Natividad de Jesús. Pero desde el punto de vista de su contenido cristiano no queda bien definido como «preparación a la Navidad»; quedaría mejor descrito como el tiempo destinado a cultivar la esperanza en cuanto condición inextirpable de la existencia cristiana. Es un tiempo muy rico y muy complejo que da mucho que reflexionar, y en su liturgia se nos ofrecen textos bíblicos muy hermosos y sugerentes. Por desgracia se nos presentan algunos obstáculos insalvables que nos impiden sacarle todo el partido posible. Fuera de los inevitables ajetreos inherentes a los regalos y saludos, está el traslapo del Adviento con el Mes de María, que es el tiempo de más marcada religiosidad en Chile; además, entre nosotros, coincide con el fin de año académico, recargado -para alumnos y profesores- de exámenes y pruebas de importancia decisiva, y por último, está la saturación publicitaria que tiende a ahogar los valores -e incluso los signos- de la celebración navideña, y que nos exige estar muy alertas para que no sucumba lo propiamente cristiano a lo simplemente folclórico, y para que el consumismo no ahogue la generosidad solidaria.
Dicho esto, los invito a una breve reflexión sobre la esperanza inherente a la fe cristiana. Obviamente, la esperanza tiene que ver con nuestro futuro. Pero, ¿cabe esperar algo del futuro? ¿Hay algún futuro que no esté llamado a convertirse en pasado? ¿ Y en qué medida podemos nosotros configurar nuestro futuro? ¿Vamos nosotros hacia nuestro futuro, o es nuestro futuro el que viene hacia nosotros? Estas preguntas, y otras semejantes, han aguijoneado siempre la mente de todos los hombres, y ellas constituyen el ámbito en que emerge la esperanza cristiana con su peculiaridad específica. El futuro de esta esperanza está situado en la eternidad sin tiempo de Dios: lo que esperamos es entrar en comunión definitiva con Dios, cuya existencia no está sometida a la sucesión ni condenada a convertirse en pasado. Nuestra fe en el Dios de amor que nos invita a la comunión eterna con él, nos lleva a tomar decisiones que conduzcan a ese encuentro definitivo; pero, al mismo tiempo, nos hace reconocer a ese mismo Dios viniendo a nuestra vida a través de encuentros y sucesos imprevistos, muchas veces más decisivos para la configuración de nuestra existencia que los proyectos trazados por nosotros, y, por otra parte, nos resultaría imposible esperar y desear ese futuro de comunión eterna con Dios si no hubiéramos tenido cierta «degustación» anticipada y parcial de lo maravilloso que es la comunión con Dios. No podríamos buscar a Dios si Dios no se hubiera hecho encontradizo con nosotros en nuestra historia. Porque nos es posible percibir la riqueza insondable que se dio en la existencia histórica de Jesús, es que podemos cifrar nuestra esperanza en «estar siempre con él». Esa historia que se desenvolvió a partir de Belén nos lleva a esperar y a desear el encuentro definitivo con él y a no poder poner nuestra esperanza en nada que no sea él.
La esperanza cristiana brota entera de nuestra fe en el Dios que nos ama, y no puede darse si no está animada por el amor a él y por el deseo de la comunión eterna con él. Una esperanza sin deseo no es esperanza.
Los Textos
Isaías subraya que la comunión con Dios se traduce en Paz universal, es decir, en superación del afán de poder y de dominación, y en superación de las barreras que nos mantiene separados y distantes.
- Pablo destaca que la “cercanía de la Salvación” (cf. la “cercanía del reinado de Dios” en el mensaje de Jesús) tiene que expresarse en la índole “luminosa” de nuestras obras: transparencia, coherencia.
Jesús enfatiza que la “venida de Dios” reviste los caracteres de un “Juicio”, que resulta salvador para quienes han vivido “esperando a su Señor” y condenatorio para quienes han vivido como a la deriva, preocupados de criterios inmediatos y nada más (“comer, beber y casarse”).
Orientaciones
– Vivir abiertos al “Dios siempre más grande”: a su amor, a su futuro, incluso a su juicio (“Aceptar nuestra condenación es el comienzo de nuestra salvación”: S. Agustín).
– Reconocer que la condición indispensable de la esperanza es la no-instalación, la insatisfacción de nuestro presente, la conciencia de precariedad, de límite, de no-plenitud.
– Preguntarnos si de veras tenemos hambre y sed de Dios. Dios está presente cuando nos duele su ausencia, cuando tenemos nostalgia de él.