Por Matías Valenzuela ss.cc.
Isaías 35,1-6a.10; Sal 145; Sant 5,7-10; Mt 11,2-11
Juan el Bautista es quien prepara el camino del Señor. Jesús mismo lo confirma cuando indica que es a él a quien se le aplica aquella frase: «Yo envío por delante, a mi mensajero para que te prepare el camino». Por ello, cuando Juan afirma que el reino de Dios está cerca y que vendrá uno que es más grande que él, a quien no merece ni desatar la correa de sus sandalias y que bautizará con Espíritu Santo y fuego, todo ello lo afirma del mesías a quien prepara el sendero.
Pero cuando llega Jesús y comienza a predicar, anunciando el Reino de Dios, Juan se complica, se confunde, no sabe si es Jesús el esperado o si todavía se debe esperar a otro. Su duda se debe sobre todo a la imagen de Dios que tenía Juan y la que muestra Jesús. Juan anclado en la tradición del pueblo de Israel, que espera un Mesías que separe la paja del trigo, a los justos de los impíos, a su pueblo del resto de las naciones que lo oprimen y que rinden culto a los ídolos, no logra concebir que Jesús con su manera de ser esté realmente haciendo presente el Reino. Juan esperaba el día de la ira de Dios, del Dios vengador, que hiciera justicia incluso con violencia y al cual en primer lugar se le debe temer y frente al cual solo cabe la conversión y el arrepentimiento, con urgencia además, porque el hacha está a la raíz del árbol a punto de talarlo y dejarlo caer por falta de fidelidad y rectitud.
No podemos afirmar que Jesús desdiga todo lo que pensaba Juan, pero sí podemos afirmar que el acento de Jesús es otro y su manera de expresarlo también, tanto en el fondo como en la forma Jesús nos transmite un rostro de Dios que es único y maravilloso, cuyo énfasis principal es la misericordia, la cercanía, el compromiso con y por el otro, la donación de la propia vida, el perdón. Por ello cuando los discípulos de Juan le preguntan sobre si es el que esperaban, él simplemente responde con lo que está ocurriendo a su alrededor «vayan a contar lo que ustedes ven y oyen: los ciegos recobran la vista, los cojos caminan, los leprosos quedan limpios, los sordos oyen, los muertos resucitan, los pobres reciben la Buena Noticia; y felices los que no se sientan defraudados por mí». Estos son los verdaderos signos del Reino de Dios, de la vida que Dios trae y que anticiparon los profetas, como Isaías, proclamando una gran esperanza y una gran alegría que con Jesús se cumple. En él se cumplen las promesas de Dios. Un Dios que se goza dando vida y que envía a su Hijo para que la compartamos en abundancia.
Por ello el mejor modo de ser testigos de Jesús y del rostro de Dios que Jesús nos muestra es sanando, acogiendo, levantando, acompañando, siendo hospital de campaña, como dice el Papa Francisco, liberando de las cargas a las personas y animando con la propia vida la esperanza de los pobres y sus luchas. Todo ello devolverá la vida a muchos y el Reino de Dios estará siendo acogido por muchos corazones en nuestro mundo. Y nosotros, ¿nos hemos escandalizado por lo que hizo Jesús? ¿Nos ha defraudado Jesús? ¿Esperábamos o esperamos otra cosa? ¿Un acto de fuerza, de poder, que nos solucionara todos los problemas? ¿Cuál es la imagen de Dios que nosotros tenemos? ¿Calza ella con la imagen que nos presenta el Señor? ¿Estamos dispuestos a acoger a Jesús, de verdad, como el Salvador, en nuestras vidas, quien nos trae el amor de Dios y quiere iluminar todo lo que somos hasta lo más profundo de nuestra realidad?
El reino de Dios está cerca y llega con Jesús. Acojámoslo en nuestros hogares, en nuestras familias, en nuestras comunidades, en nuestro corazón, reconociéndolo de verdad y con todo nuestro amor como el Mesías, el Señor, el Salvador, el portador de la vida en plenitud que nuestro Dios nos ha querido regalar y que ello sea fuente de una gran y definitiva alegría.