Por Pablo Fontaine ss.cc
El nacimiento de Jesús fue un hecho pobre y sufrido. Todo lo duro que allí ocurrió no fue porque Dios hubiera abandonado a su hijo. Por el contrario, esa pobreza y falta de un alojamiento adecuado, ese cuerpo de niño pequeño y frágil, y la misma persecución de Herodes, son signos de Dios presente.
Esa lección nos dio Jesús desde los tiempos de enseñanza a sus discípulos y la manifestó más especialmente en el silencio de su dolorosa pasión.
También nosotros, cuando experimentamos la contrariedad, la aridez espiritual, las realidades negativas de nuestra época, las que vienen del mundo, de las personas y de nuestro propio interior, comprendemos que Dios está a la puerta pidiendo ser admitido para cenar con nosotros.
Podemos entonces agradecerle por esa presencia en la oscuridad, en la incertidumbre o en la debilidad corporal. No hay en todo ello un gozo sensible. Solo la fe movida por el amor, solo la búsqueda de un semblante, solo la esperanza como sorprendente regalo.
Por lo mismo al comenzar otro año, deseamos más el silencio que el ruido de palabras, más la adoración que el pensamiento, más el amor callado que los logros notorios.
Cuando vamos terminando el recorrido terrestre, se nos van terminando las palabras y no podemos desear otra cosa que encontrarnos con el Señor en la eternidad. Mientras tanto cumplir su voluntad, aceptarla y quererla paso a paso.
Esto último ya es un encuentro con el Señor, una forma de amarlo en la Cruz, como él nos ha amado. ¿Para qué sirve el desierto si no es para llegar a la tierra prometida?
A cada minuto Jesús nos pide algo. Hay una secreta alegría en dárselo, aunque sea entre lágrimas. Es el “sí” de cada instante, dicho en la fe oscura, no a pleno sol; es la oración callada de todos los momentos cuando oramos casi sin saberlo. En la cruz se dio para Jesús el mayor dolor, junto con la mayor alegría. Porque era el mayor amor y la palabra más llena de sentido.
No importa que este oculto gozo parezca no extenderse a muchos. Es que vemos solo la superficie. Dios sabe cómo invitar a todos los que están afuera, en los cruces de los caminos. Él sabe cómo multiplicar el pan sin que se pierda una sola miga.
La dificultad que sentimos para que llegue la conversión de cercanos, de lejanos y de nosotros mismos, nuestra inutilidad como instrumentos de Jesús, tiende a desanimarnos. Pero el verlo en el pesebre, como un niño que no habla, que no actúa, un “infante”, in-fans nos devuelve la alegría y el buen humor.
Cómo quisiéramos detener las guerras y el odio, cómo desearíamos terminar con el alcoholismo y las desavenencias en el hogar, con la violencia en las parejas y la soledad de tantos niños y jóvenes. Pero te miramos a ti, niño del pesebre, puro cariño acogedor, a ti joven nazareno en el trabajo silencioso de tu vida oculta, y se nos ensancha el alma.
También te contemplamos clavado en la cruz, hombre herido, con pocas palabras y mucho dolor.
¿Qué más podemos pedir y agradecer, al terminar el camino, que imitarte en el silencio si no podemos en la acción?
De ahí esta palabra de la Escritura que podemos entender como dedicada especialmente a los viejos: “Hay tiempo de callar y tiempo de hablar” (Eclesiastés, 3,7).