Por Sandro Mancilla ss.cc.
So 2,3; 3,12-13; 1ª Co 1, 26-31; Mt 5, 1-12ª
El relato de las bienaventuranzas es uno de esos textos bíblicos que hablan por sí solos, basta sentarse ante el texto con el corazón bien dispuesto para sentirse interpelado, motivado y tocado por la palabra de Dios.
Por otra parte, es un texto inagotable en su riqueza y que se despliega en la medida en que dialoga no solo con la realidad y el contexto en el cual se lee, sino también en el diálogo con otros textos bíblicos. Por ello es importante en este día relacionar las bienaventuranzas con las otras lecturas que nos ofrece la liturgia.
La primera lectura del profeta Sofonías nos recuerda que lo fundamental de nuestra experiencia de fe es buscar a Dios con humildad, esta actitud permite no absolutizar las bienaventuranzas como un programa de vida del creyente que se lleva a cabo simplemente como un deber, como aquellos buenos propósitos que hacemos al comenzar el año. La bienaventuranza, la alegría del evangelio vienen de Dios y son su obra, es a Dios a quien debemos buscar primeramente. Es lo que recuerda también el salmo responsorial, es el Señor el que actúa, el que reina eternamente.
Desde esta perspectiva, podemos comprender también las palabras de san Pablo, Dios ha escogido lo necio y lo débil para humillar a lo sabio y a lo fuerte; ha elegido a quienes no tienen ni la fuerza ni la capacidad ni la inteligencia para llevar adelante por sí solos el proyecto de Dios, por eso nadie puede gloriarse a sí mismo sino solo en el Señor que es quien lleva adelante su obra.
Es quizás por ello que esta vez resaltan de manera especial el inicio y el final de las bienaventuranzas. Los pobres en el espíritu son los que han sido hecho capaces de comprender el misterio de Dios y de su acción como ese pueblo pobre y humilde, el resto de Israel, que confía en el nombre del Señor. La persecución y los insultos sufridos solo tienen sentido si son originados por la causa del Señor.
Esta es la alegría del cristiano, su bienaventuranza, una alegría que brota de una fuente muy distinta a la del mundo. Es la alegría de aquel que pone su confianza en Dios que nos espera con una recompensa en el cielo y que nos hace gustar de su acción liberadora aquí en la tierra.