Por Beltrán Villegas ss.cc.
Gn 12,1-4; 2 Tim 1,8-10; Mt 17,1-9
En los tres ciclos la Cuaresma se abre con el 1er. Domingo que está siempre centrado en el ayuno y las tentaciones de Jesús subrayando así el carácter de lucha y vencimiento sobre sí mismo, que tiene que tener este tiempo litúrgico y por su parte, el 2° Domingo está siempre centrado sobre la Transfiguración, destacando con este texto la necesidad que tenemos, para hacer el camino cuaresmal, de tener una visión anticipada – como la que tuvieron Pedro, Santiago y Juan – de la gloria a la que Jesús iba a llegar a través de su “Vía Crucis”.
Los invito a reflexionar un instante sobre el sentido profundo que tiene para nosotros la “transfiguración” de Jesús.
Podemos partir de nuestra experiencia al nivel humano de nuestras relaciones personales. Nunca acabamos de conocer a alguien; siempre estamos descubriendo rasgos nuevos de su espíritu o de su corazón; habitualmente se trata de un proceso lento y casi inconsciente, pero a menudo sucede que un gesto o una actitud inesperados nos hacen mirar con ojos nuevos a alguien que creíamos conocer bien; y si esto pasa, decimos fácilmente que esta persona “se transfiguró” para nosotros en un instante.
En nuestra relación con Jesús no puede ser de otra manera. Jamás podemos tener la pretensión de conocerlo acabadamente. Si creyéramos que no tenemos nada nuevo que aprender acerca de su carácter, sus criterios, su manera de ver la vida y la realidad, querría decir que no hemos comprendido que estamos llamados a tener con él una relación de amistad, que jamás puede ser estática, pues si no crece y se profundiza, se desvanece y deja como huella el recuerdo de un nombre que no suscita ya en nosotros ninguna emoción vital.
Pero si tenemos la conciencia dolorosa de que conocemos muy insuficientemente a Jesús, y el deseo real y profundo de ir entrando en su intimidad, entonces se nos va dando insensiblemente una experiencia de Jesús que nos permite darles su alcance justo a lo que objetivamente podemos saber o aprender de él leyendo, por ejemplo, los evangelios. Alguien ha dicho con razón que a Jesús solo se lo puede conocer descubriéndolo. Y esto quiere decir que Jesús tiene que estar continuamente transfigurándose ante nuestra mirada. E, igual que en toda amistad, hay momentos de gracia que nos hacen dar un “salto cualitativo” en nuestro conocimiento de Jesús; momentos en que el misterio profundo e íntimo de su ser se nos vuelve trasparente; momentos que pueden darse igual en medio de un intenso sufrimiento o en la luz gozosa de una Vigilia pascual celebrada por una comunidad vibrante. Estos momentos en que Jesús se nos transfigura dejan como huella un deseo insaciable del encuentro pleno y definitivo con él (ver Flp 3,8, 10-14).