Por Beltrán Villegas ss.cc.
Ex 17,3-7; Rom 5,1-2.5-8; Jn 4,5-42
El corazón de la Cuaresma lo constituyen los domingos 3°, 4° y 5°, con sus temas bautismales del agua, de la luz y de la vida, en torno, respectivamente, a la Samaritana, al ciego de nacimiento y a Lázaro.
El agua es un símbolo polifacético, por cuanto riega, purifica y sacia la sed. Hoy día se destaca sobre todo este último aspecto, que es quizás el que más dramáticamente nos hace ver en el agua un principio indispensable de vida: sin ella nos morimos de sed.
Jesús se nos presenta como el único que puede proporcionarnos un agua capaz de colmar plena y definitivamente toda la sed del ser humano. El se refiere explícitamente al “don de Dios”, que no es “una cosa” dada por Dios, sino Dios mismo que se da a la humanidad en la persona de Jesús. El énfasis de la enseñanza de Jesús recae sobre el tipo de actitud religiosa que nos permite recibir a ese Dios que se nos da. Esta actitud se encarna en una relación con Dios no atada a ritos, lugares o tiempos sagrados, sino consistente en un culto o adoración “en Espíritu y en Verdad”, o -como lo expresa en exactitud la traducción leída – “de un modo verdadero, conforme al Espíritu de Dios”.
En el Ev. de Juan, “la Verdad” es la realidad última y fundante (=Dios) en cuanto “develada” y hecha patente en Cristo, a quien se presenta como la Verdad en persona (“yo soy la Verdad”). Por consiguiente, un culto “en Verdad” es una adoración basada en el conocimiento de Dios que se nos concede en Cristo (es un decirle a Jesús “Tu Dios será mi Dios”). Pero es, también, una actitud adorante frente a Dios, que se basa en la aceptación de: nuestra propia verdad, superando la tendencia al autoengaño o nuestra habitual falta de lucidez sobre el rumbo real de nuestra vida.
Ahora bien, para que nuestra relación con Dios sea “en Verdad”, es indispensable la acción en nosotros de “el Espíritu”, es decir, de la Fuerza de Dios que nos hace experiencialmente conscientes de nuestro pecado y al mismo tiempo del Amor que Dios nos tiene, revelado en la muerte de Cristo (2ª Lectura). Por eso, en Jn, es el Espíritu Santo “el que da la Vida” (6,33) y “el que conduce a la Verdad” (16,13). Sin abrirnos con fe a la acción “primera” (y primordial) del Espíritu de Dios, permanecemos inevitablemente en nuestra tiniebla, en nuestra sed, en la mentira, en la muerte.
En resumen, lo único que nos hace vivir de veras y con sentido, es una percepción profunda, realista y permanente de que el Dios que se nos entrega en Cristo es lo único decisivo, lo central, lo sustantivo, y no un adorno adjetivo, un lujo complementario del que se puede prescindir habitualmente, aunque sea un buen “extra” para los domingos. El no es el licor fino y suntuario que nos proporciona una euforia agradable en una fiesta: es el agua modesta y cotidiana que satisface nuestra sed permanente y sin la cual nos morimos de sed.
Tener sed de Dios es el constitutivo básico e insustituible de esa “santidad” que es la vocación de todo cristiano.