Por Beltrán Villegas
1 Sam 16,1b-7.10.13ª; Ef 5,8-14; Jn 9,1-41
Podríamos decir que el núcleo medular del evangelio de hoy está en el contraste y el conflicto entre uno que se sabía ciego y llega a ser «vidente» y otros que se creían «videntes» y quedan como ciegos. Se subraya que el verdadero «ver» consiste en reconocer a Jesús como la verdadera luz, y -por tanto- la verdadera ceguera consiste en no reconocerlo como tal. También se destaca que la ceguera del que era ciego era involuntaria e inculpable, y la ceguera de los otros, voluntaria y culpable: estos no querían ver, y aquel no podía ver. Y no cabe duda de que, en el relato, el interés real se centra en los que no quieren ver, y es este, un problema -o un tema- de actualidad permanente.
A los destinatarios de la carta que leímos como primera lectura les decía el apóstol: «En otro tiempo ustedes eran pura oscuridad; ahora, unidos al Señor, son luz». ¿Se nos puede decir lo mismo a nosotros? Es obvio que lo que se expresa en la imagen de la luz es lo que nos hace capaces de discernir la verdad. Si es así, la pregunta recién hecha equivale a interrogarnos si vemos las cosas como son, es decir, como Dios las ve (cf. 1ª lectura). Tenemos que partir reconociendo que la «verdadera verdad» se nos oculta con facilidad, y quedamos a menudo viviendo en un mundo superficial y falso, igual o peor que si fuéramos ciegos, sumidos en una inextricable confusión y sin interés vital por llegar a discernir lo verdadero de lo falso, lo real de lo aparente, lo objetivo de lo subjetivo e ilusorio, lo que es de lo que quisiéramos que fuera; tenemos todos la tendencia a reducir la realidad al mundo pequeño en que nos movemos y así podemos llegar a pensar, por ejemplo, que Chile es el barrio alto de Santiago y que La Pintana pertenece a otro planeta; y tenemos además una gran capacidad de autoengaño (que es como hacer trampas al sacar un solitario). Lo que es importante señalar es que una vida así nos reduce a la condición de objetos sin consistencia, llevados a la deriva, entregados sin defensa a los prejuicios colectivos, a la moda, al afán de estar «in», a los «slogans», a los rumores, a los intereses de grupo o de clase, a las ideologías, a las deformaciones de la publicidad. Una vida así es una vida en las tinieblas y en la esclavitud, pues solo la verdad nos hace libres en la medida en que nos hace lúcidos y capaces de discernimiento en todos los ámbitos concretos.
La exigencia de vivir en la luz y en la verdad es irrealizable para un cristiano si su vida no tiene una dimensión «contemplativa». Quiero decir que si la búsqueda del conocimiento de la verdad y de su comprensión y asimilación personal no despierta nuestro interés y no encuentra espacio en nuestro programa de vida; que si no le encontramos sentido a dedicar una parte de nuestros días a pensar lo que significa Jesús para nosotros, a descubrir y gozar la maravilla de que en él se nos entregue Dios sin reservas, simplemente nuestra vida cristiana es una caricatura, estamos llevando un nombre engañoso: no solo de engaño para los demás, sino también para nosotros mismos. Si no nos interesa Dios en sí mismo, ¿para qué queremos irnos al cielo?
Si la vida cristiana como tal no tiene esa imprescindible dimensión contemplativa, la vida de las carmelitas o de otras órdenes no tiene justificación cristiana. Es evidente que la vocación a la vida contemplativa propiamente tal no es para todos. Pero la vida de los contemplativos y contemplativas es una necesidad para la Iglesia, porque tiene la misión de impedirnos olvidar que sin una vida contemplativa robusta, nuestra vida cristiana se vuelve mustia y rutinaria. Y es un llamado de Dios para nuestra Iglesia nacional, que la primera santa chilena, Teresita de los Andes, sea una contemplativa.
No hay vida verdaderamente evangélica que no surja de la luz: es decir de la Verdad de Dios conocida, pensada, amada y gratuitamente contemplada. Es imposible seguir a Jesús si no se tienen los ojos abiertos y clavados en él.