Por Nicolás Viel ss.cc.
El amor reparador del Resucitado
Hch 2,42-47; 1Ped 1,3-9; Jn 20,19-31
La muerte de alguien que queremos mucho siempre es una pregunta que no sabemos responder, que deja en nosotros una profunda tristeza y decepción. Normalmente quedamos cortos ante este misterio de la vida humana. La muerte de alguien significativo supone un proceso de duelo interno muy lento, que se vive en distintos niveles. En este sentido sería ingenuo pensar que los discípulos pasaron de la amargura a la fiesta en pocas horas o que reconocieron al Resucitado de manera más o menos inmediata (“fuere lo que fuere sabemos que no les resultó fácil a los discípulos entonar el Aleluya”). No hay que olvidar que tras la muerte de Jesús aquellos hombres y mujeres llegaron a creer que lo que habían vivido junto a él había terminado para siempre. Así, el escepticismo de Tomás parece de lo más razonable.
No deja de ser interesante que el Evangelio de Juan llame a Tomás con el apodo de “Dídimo” que en griego quiere decir precisamente “mellizo”. Este apodo nos habla de esta doble dimensión de nuestra vida donde convive el creyente y el escéptico; la firmeza de la fe y la fragilidad de la vacilación. En Tomás está de manera patente esa mezcla interesante de duda y fe que está en toda vida humana.
El relato nos lleva a la pregunta: ¿Por qué estaba Tomás ausente? Sabemos que una persona cuando ha sufrido una decepción suele cerrarse y aislarse. Hay decepciones que dejan huellas de tristeza y dolor durante muchos años. Después de una decepción fuerte cuesta volver a comenzar. En este sentido para Tomás la muerte de Jesús no es sólo la partida de un amigo (lo que ya es muy doloroso) sino la muerte de un sentido de vida y un proyecto al cual él quería dedicar la vida entera y frente al cual estaba dispuesto a dar la vida.
Este relato de aparición del Resucitado tiene una enorme belleza, en la medida que su presencia además de restaurar la esperanza de la comunidad va reparando (según los tiempos que necesiten) la vida de cada uno, en sus propias inseguridades y heridas. La muerte de Jesús ha dejado diversas heridas en el grupo (abandono, negación, traición, temor, entro otras). Frente a cada una de ellas se requiere hacer ese proceso interno de dejarse reparar por el resucitado.
Jesús resucitado acompaña con delicadeza y paciencia la restauración de cada vida. La experiencia de reparación del Resucitado no se juega tanto en una experiencia de masas (lo que debiera frenar nuestra excesiva preocupación por los números y estadísticas) sino en la herida personal de cada creyente. Será esta reparación personal la que terminará reparando al conjunto de la comunidad (esa primera comunidad es el resultado de los afanes del Resucitado con cada uno). En este sentido cada uno vive una experiencia de resurrección diferente, según la herida que trae consigo.
La cercanía y delicadeza del Resucitado con Tomás lo incorporará definitivamente a la comunidad. Su presencia llena de paz y libertad no busca pasar la cuenta a los discípulos ni mucho menos reprocharles a través de una lección moral. El Resucitado quiere reparar personas y comunidades.
La libertad y ternura del Resucitado no le recrimina a Tomás su ausencia. El Resucitado acoge la fragilidad de la fe, y desde ahí le invita a meter las manos en sus llagas y en su costado. Es el encuentro de dos fragilidades, de dos heridas y vacíos. No se dice en el relato que toca las llagas, por tanto, la fe de Tomás no se restaura por la comprobación empírica sino por la delicadeza atenta de Jesús, quien da a cada apóstol su cariño y ternura.
La invitación a tocar las llagas también es para nosotros. La experiencia del Resucitado pasa por tocar la herida social y personal. Las llagas son las pobrezas que generan muerte y son también nuestras propias incredulidades e inseguridades. Solo entrando en la herida la experiencia de la resurrección nos puede convertir en sanadores sanados y en pecadores reparados.
La vida de Tomás nos da luces para saber que nuestras inseguridades y oscuridades pueden encontrar la luz. Tomás es una fuente para restaurar nuestro amor cansado y nuestra fe herida, y nos recuerda que la llaga del costado es el lugar para pasar de la incredulidad a la fe.
En medio de las decepciones profundas que nublan la fe; como las situaciones de pobreza y dolor que nos dejan desencajados o esos casos de abuso que develan de manera muy brutal la contradicción de la Iglesia, Tomás nos recuerda que esas llagan son el paso de la incredulidad a la fe. No es poca cosa pensar que una de las confesiones de fe más hermosas del evangelio “Señor mío y Dios mío” (Jn 20, 28) nazca de una de las decepciones más profundas. Para Tomás el verdadero encuentro con su herida estaba en la herida de su propia incredulidad, ese fue el camino para reparar su vida y para restaurar la comunidad.