Por Beltrán Villegas
Hch 2,14.22-28; 1 Ped 1,17-21: Lc 24,13-35
Este hermosísimo relato, que hace vibrar fibras íntimas de nuestro ser, está pensado para que todos los cristianos reconozcamos en él nuestra experiencia específica de creyentes en el Resucitado.
Este relato nos muestra la transformación que se da en dos discípulos subrayando el contraste entre su viaje de Jerusalén a Emaús tristes, decepcionados y con los ojos cerrados, y su regreso de Emaús a Jerusalén alegres después que se les abrieron los ojos. Lo que determina esa transformación es un encuentro con Jesús resucitado, sin conciencia de su identidad y que tiene lugar en dos etapas: una de diálogo en el camino, y otra de hospitalidad en su casa; el diálogo, en torno al designio de Dios revelado en las Sagradas Escrituras, les deja ardiendo el corazón; la hospitalidad, llevada hasta el extremo de pedirle al “forastero” que presida la cena bendiciendo y partiendo el pan, crea la coyuntura apropiada para que finalmente se les abran los ojos y reconozcan a Jesús en ese forastero.
Destaquemos algunos elementos más significativos. Ante todo, que la fe auténtica en Jesús supone una conciencia muy clara de que, sin su resurrección, toda su actividad y su enseñanza son, en última instancia, factores de decepción; si Jesús no ha resucitado y no es una presencia activa en la historia humana, la esperanza de salvación para los pobres y pecadores despertada por él, se vuelve una quimera ilusoria que tendríamos que enterrar. Sin resurrección de Jesús, el cristianismo se reduce a una ideología que, a la larga, decepciona y se eclipsa, como todas las ideologías que despiertan ilusiones: “Esperábamos…»
Un segundo punto que merece ser puesto de relieve, es que el reconocimiento de Jesús resucitado como el que, sin darnos cuenta, va caminando con nosotros por el camino de la vida, está vinculado con la comprensión “cordial” (y no solo cerebral) de la Sagrada Escritura: sin ella, que nos permite descubrir su sentido dentro del designio global de Dios respecto del destino de la historia humana, la resurrección de Jesús podría presentarse a nuestros ojos como un hecho puntual, como un milagro más, pero no como la luz que todo lo ilumina y el centro al que todo converge.
Un tercer punto importante es aceptar de antemano que Jesús se nos ofrezca o se nos presente como de incógnito, escondido en el hambriento, el sediento y el forastero (cf. Mt 25, 34-45).
La experiencia de todos los cristianos auténticos es que, al tomar en serio lo que Jesús nos dice sobre su identificación con los necesitados, y al atender a estos con desinterés y generosidad, la presencia de Jesús en ellos se vuelve de veras palpable y como “evidente”.
Un último punto -demasiado claro- es que la experiencia de Jesús como el que vive con nosotros, y para nosotros, hoy, se da sobre todo en la Eucaristía –“la fracción del pan” fue su primer nombre-, cuando se toma conciencia de que la actitud que revela definitivamente lo que Jesús es y lo que pide de nosotros, es la de llegar a ser para los demás como un pan que se parte para que todos puedan comer de él. Cuando, pasando más allá de gestos que pueden hacerse rutinarios, llegamos a participar en la Eucaristía haciendo nuestro su significado profundo, se nos está mostrando el rostro auténtico de Jesús, el Señor resucitado, el que nos acompaña en nuestro caminar y el quiere que lo forcemos a entrar en nuestra casa diciéndole “Quédate en nosotros, Señor, que el día ya se acaba”.