Anastasia por el poeta Enrique Winter

Compartimos esta reseña del libro de poemas Anastasia de Pedro Pablo Achondo, escrita por el poeta Enrique Winter. Ver publicación original aquí.


En Anastasia el amor se vuelve performativo desde una esquina opuesta a la de Cardenal, pese a su indudable influencia, y más cercana a Badiou, quien en su Elogio del amor lo define como la posibilidad de ver el mundo desde la diferencia, desde el otro.

Hace nueve años, Pedro Pablo Achondo publicó Itinerantes, un libro de poemas “situados” en su contexto geográfico y político, como le gustaba a Enrique Lihn. En ellos relata su nomadismo, principalmente en el Amazonas, valiéndose del verso breve que domina Anastasia, pero en clave de crónica. Quizás por ello sus primeros poemas son también breves y se juegan en las paradojas de los versos finales. Destacan en ese conjunto textos como “Viaje” y sobre todo “Floresta”, donde anticipa una de sus principales preocupaciones: la tensión entre las formas de lo humano y lo divino. En ambos poemas nombra al dios cristiano que dominará la trilogía Anastasia. Había en ese debut imágenes ya vistas del desánimo, pero es una marca peculiar de Achondo la sensibilidad de unos ojos siempre extranjeros ante la naturaleza, Dios y el otro a raíz del viaje y la fe, más en una época en la que hasta el asombro se viste, por si acaso, de suspicacia. En Anastasia aún recurre a lugares comunes y puede tratarse de una decisión consciente de ofrecerlos literalmente como puntos de encuentro: el corazón y el alma se entienden aquí como cualquiera los entendería fuera del poema, porque estos poemas renuncian, de manera arriesgada, a la metáfora. Lo que ves es lo que es, parecieran decirnos, dejándole el misterio a esa relación amorosa con lo divino antes que a los tropos poéticos. Lo que Achondo deja atrás en Anastasia no son las imágenes ya vistas del desánimo, entonces, sino el propio desánimo. Siendo este libro una ambiciosa trilogía de denuncia, ni en sus momentos más duros pierde un optimismo que no estaba en sus poemas seculares. No es de sorprenderse cuando el autor es religioso de la Congregación de los Sagrados Corazones, pero había que darse cuenta de todas formas que tal vez las principales virtudes de Anastasia son justamente las teologales: la fe, la esperanza y la caridad. Los entendidos reconocen que esa caridad es más bien una manifestación del amor. Y “el Amor que mueve el Sol y las demás estrellas” en el final de La divina comedia mueve también a Anastasia.

Como en la poesía de Teresa de Ávila, Achondo propone un amor divino que es corpóreo, “situando” la experiencia en un cotidiano reconocible que le da su fuerza. Anastasia, la protagonista y destinataria de estos versos, dice “Mi mamá nunca/ nos aliñó la ensalada”. Como quien siembra detalles relevantes para un desarrollo narrativo que se descubre con la lentitud que requiere el suspenso, Achondo nos cuenta veintiocho páginas después de sus ojos azules y largas pestañas. Es el poema final del primero de los libros reunidos aquí, Anastasia. Hay una conexión íntima el que muestra ese rostro solo para esconder el propio: “Nos amamos/ mirando las golondrinas/ la bóveda de siempre/ que nunca es la de siempre/ tu nariz escurridiza bajo tu ser/ pelirrojo// y mi rostro/ invisible”. Esa bóveda que nunca es la de siempre, el río de Heráclito, es lo que hace de este un libro de poesía donde “solamente lo fugitivo permanece y dura”, en la dicotomía quevediana, y no un texto sagrado de “lo que era firme”, en el cual ya estaría todo dicho incluso para los mundos que entonces no existían. Porque es dable preguntarse acerca de la facticidad y validez, en términos de Habermas, del discurso religioso hoy, sobre todo desde las artes o más específicamente, la posibilidad de un poema católico. Achondo repite como una letanía su “déjame dudar (…) que solo así/ soy humano” y yo agregaría que sólo así puede producirse un arte que interpele a otros, cuando esa mirada puesta en ellos es una de las características rescatables del cristianismo. Quien habla en los largos poemas de Anastasia titubea hasta en las certezas y allí reside su legibilidad. También en su cuestionamiento de esa misma legibilidad cuando une varias palabras sin espacios entre ellas, como los poetas provenzales, o inventa neologismos juguetones a la manera de Vicente Huidobro. Volviendo al cuerpo del amor de ese poema final, Achondo lleva el discurso cósmico a la sensualidad de la experiencia veraniega en apenas un par de versos: “luna y estrellas iluminaban/ tus huellas diáfanas en la tierra negra/ un trozo de sandía en mis manos/ en mil manos/ de mano en mano/ de mano a/ mano”.

Un epígrafe de Leonel Lienlaf abre Anastasia. Desde la vereda del otro y opera como bisagra entre la épica atemporal de la primera parte, propia de la poesía de Lienlaf o Elicura Chihuailaf, por ejemplo, y el ajuste de cuentas con la contingencia que ofrece esta segunda parte, dialogando más con la poesía mapuche de Jaime Huenún y otros que reconocen el sincretismo. Achondo vuelve a situarse en el suelo de Itinerantes, pero con el ritmo a verso encabalgado que desarrolló en la primera Anastasia. “Anastasia me pide que siga, que continúe”, Achondo responde “No tengo nada más que decir” y, sin embargo, lo dice. El lenguaje va llenando el espacio vacío de la teología negativa, donde Dios es eso que se escapa y que no podemos nombrar: “Intento detenerme muchas veces/ pero tu pluma sigue/ animada por algo que desconozco/ por algo que deseo”. Insiste también con resabios románticos: “Ay de mí si no dijera esto/ Anastasia”, para los cuales la revolución es “una palabra demasiado importante/ como para ser escrita en la calle”. Detenerse en estas citas es ponerle piedras a ríos que se leen rápidamente, pendiente abajo como los de Thiago de Mello por su sencillez y por su pulso, con “la libertad que hiere cuando se ama” hasta que “desaparecemos/ y nada podemos hacer”. En el tránsito de la primera a la tercera parte, los poemas van ensanchando su cauce, como si otros ríos los llenaran, y las corrientes opuestas entre cada una de las partes aumenta el caudal sugestivo que tenían publicadas por sí solas.

En La pasión según Anastasia, Achondo establece la escala humana que antes solo insinuó. Se pone en el lugar del otro, el de la compasión, a través del testimonio directo. Desarrolla esta exposición concreta de injusticias sociales a través de un discurso histriónico que recuerda a Los sermones y prédicas del Cristo de Elqui de Nicanor Parra. La denuncia y el lamento cumplen aquí el sueño del contenido de la poesía, donde, a diferencia de la religión, se expresan experiencias específicas. Le pasaron a una persona o las imaginó una persona y la compasión con la que escribe Achondo se convierte en empatía. Aquí es con Cristo, celebrado en la primera parte, “qué hermoso verte acariciar a la prostituta/ como acaricias a tu madre// Hossana al anti rey” y crucificado en la tercera, con esta trilogía confesándose como instrumento de lo divino. Desde otro lugar no tan lejano, pienso en El telescopio en la noche oscura de Ernesto Cardenal, en el “erotismo sin los sentidos” que él define. Los diferencia del otro erotismo, el de esta tierra, con un verso decidor: “No es lo mismo estar juntos que ser el mismo” con ese Dios inasible. En Anastasia el amor se vuelve performativo desde una esquina opuesta a la de Cardenal, pese a su indudable influencia, y más cercana a Badiou, quien en su Elogio del amor lo define como la posibilidad de ver el mundo desde la diferencia, desde el otro. “A ti te digo lo que ni conmigo hablo”, le dice Achondo a Anastasia, pero por la ambigüedad del lenguaje también se lo dice al lector, colaborando con la simbiosis de las palabras, las pinturas y el diseño de este libro que no lo hace a él uno con Dios si no otro de él, al mirar a través de la diferencia del amor con nosotros.

ENRIQUE WINTER

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