Por Sandro Mancilla ss.cc.
Jer 20,10-13; Rom 5,12-15; Mt 10,26-33
Celebramos esta eucaristía después de haber conmemorado, como Congregación, el Sagrado Corazón de Jesús y el Inmaculado Corazón de María.
En su plegaria el profeta Jeremías se dirige a Dios como el Señor de los ejércitos que examina al justo y que ve las entrañas y el corazón. Esta certeza del profeta es lo que le da la confianza en momentos de persecución donde hasta sus amigos acechaban su caída. El profeta Jeremías confía en el Señor porque sabe que Él conoce su corazón y sabe que ha sido justo ante Él.
En el evangelio, Jesús invita a no temer a los hombres, tal como ha hecho el profeta Jeremías. La verdad de todo aquello que vivimos, decidimos, hacemos, aunque sea oculta y secreta, es revelada en su plenitud solo por Dios que ve nuestro corazón y, por tanto, es solo a su juicio al que debemos temer.
Los hombres pueden tramar injusticias, hacer daño, matar el cuerpo, pero no pueden matar el alma que le pertenece a Dios. Dios, que conoce nuestras intenciones puede arrojar el alma y el cuerpo al infierno, puede decidir y juzgar nuestras vidas. Sin embargo, ese juicio que revela nuestra verdad más propia es hecho desde la certeza de que valemos mucho ante sus ojos, que él quiere siempre nuestra salvación. Y la gran prueba de ello es que “la gracia de Dios y el don conferido por la gracia de un solo hombre, Jesucristo, fueron derramados mucho más abundantemente sobre todos” (2ª lectura).
La experiencia del don de la gracia que hemos recibido por medio de Jesucristo es la fuente de nuestra misión, es la esperanza que nos anima y que reconocemos abiertamente ante los hombres.
Los textos de este domingo nos invitan una vez más a poner nuestro corazón en las manos de Dios, a confiarnos en su misericordia y a temer solamente a perder su amor y su gracia que reconocemos y anunciamos.