La esperada tercera parte de su viaje a Roma ¡ya está aquí! Seguimos viajando con Sergio y acompañándolo en su trabajo en la causa de Esteban, a quien define como una «inagotable fuente de inspiración». Disfruten la lectura.
Por Sergio Silva ss.cc.
Empiezo a escribir esta tercera entrega en el tren de Roma a Milán. Es el “Frecciarossa”, que anda a 300 Km por hora y tiene mesitas individuales que permiten escribir. Estamos a jueves 11 de mayo. Salí de mi casa para venirme a la estación pensando en tomar el metro; la estación Cornelia está unos 15 minutos de la casa y a 10 estaciones de la Stazione Termini, la estación central del ferrocarril de Roma. Pero me la encontré cerrada. Un cartel luminoso decía que había “sciopero”, la poco grata huelga. Me quedaban 50 minutos para las 4 de la tarde, la hora de partida del tren. Sin saber mucho qué hacer, me fui a la parada de buses más cercana y pregunté a una señora con cara de buena persona cómo se hace para llegar a la estación central. Me dijo que la única solución era tomar un taxi. Ella fue el primer “ángel” que encontré esa tarde. Sacó su celular y se puso a llamar a la central de los taxis, mientras yo trataba de hacer parar algún taxi que pasara desocupado, aunque ella era del parecer que no paran. La central le sonaba siempre ocupada. Los minutos corrían. Se me ocurrió llamar a la casa, a ver si encontraba alguno de los hermanos que saben manejar que me pudiera socorrer. La señora me prestó su celular, llamé y cuando empezaba a explicarle a Fefe lo que me pasaba, la señora me dice que ha logrado parar un taxi. Alcancé a decirle a Fefe que me voy subiendo y le devolví el teléfono a mi primer ángel, que estaba diciéndole al chofer que yo tenía tren a las 4 (ya eran pasadas las 3.20). La primera parte del trayecto fue bastante rápida; le comenté al chofer, mi segundo “ángel”: “parece que vamos bastante bien”. Se me enojó y dijo que eso no se dice. De hecho, cuando cruzamos el Tíber la cosa se empezó a complicar. Por más piruetas que hacía, apenas lográbamos avanzar. Entonces tomó una decisión drástica: se salió de las calles y entró en las callejuelas. Volvimos a avanzar, pero había que ir “conejeando”. Hasta que en una de ellas quedamos detrás de un camión de la basura. Soltó todos los improperios imaginables. Sobre todo cuando el camión se detuvo a recoger la basura de un local. Se bajó a gritarle que llevaba un pasajero que tenía tren a las 4. Pero el del camión estaba haciendo su trabajo y no se inmutó. Nos demoramos unos minutos preciosos, hasta que el tipo, no sé si compadecido, logró hacerse a un lado y dejarnos pasar. El taxista me dejó a unas tres cuadras de la estación, porque me explicó que dejarme al frente significaba por lo menos 5 minutos, por los semáforos y las calles de tránsito en una sola dirección. Me bajé 5 para las 4. Troté lo mejor que pude. Entré a la estación a mirar la gran pantalla con las partidas, para ver de qué andén partía mi tren: era el 10, y yo estaba frente al 23. Faltaba un minuto para las 4. Para entrar a los andenes hay que mostrar el pasaje; por suerte lo había sacado durante el viaje en el taxi y lo tenía a mano. Ya casi no tenía capacidad de trotar, pero tuve que hacerlo. Cuando iba llegando al andén, me pasó corriendo un hombre joven. Gracias a él, que le hizo señas al funcionario de tierra que hace partir al tren, nos esperó y me pude subir. ¡Hacía mucho tiempo que no corría! Llegué a mi asiento agotado. Al sentarme, vi que mi vecino, un hombre de unos 60 años, tenía sobre su mesa un libro en alemán: “50 caminos para tener un corazón sano”. Cuando saqué el resuello, le comenté que yo los necesitaba todos en este momento. El motivo de mi viaje a Milán es porque murió mi prima Maiga y mañana viernes es su funeral.
Algún corresponsal me ha preguntado por la experiencia de semana santa en Roma. Ciertamente los voy a desilusionar: fue un desastre. A Alberto le regalaron 4 entradas para la celebración de la noche del sábado. Hay que llegar unas dos horas antes. Pero el ingreso fue muy expedito, así que estuvimos largo tiempo sentados, esperando. Estábamos en el transepto, relativamente cerca del altar; lo de “relativo” es porque las dimensiones descomunales de la basílica de San Pedro hacen que todo esté relativamente lejos. Para colmo, la amplificación en nuestro sector tenía un eco de unas 6 repeticiones que se iban apagando poco a poco, pero que dificultaban la audición. Cuando una palabra venía después de un silencio suficiente para que pasaran las 6 olas de la última, se podía oír, pero ya la segunda quedaba apagada por los ecos de la primera. Yo quise ir a San Pedro porque me interesaba ver y oír a Francisco. Pero solo pude oír algunas palabras sueltas, al inicio de sus frases; y tampoco lo pude ver, porque nos quedó casi siempre tapado por alguna de las columnas del baldaquino. Para colmo, leyó la homilía que traía escrita. En cambio, el domingo, en la misa de la mañana en la plaza, dejó de lado el papel y habló libremente; pero yo no fui.
El desastre no se debe solo a eso. Sentí que el modo de celebrar, en esa basílica, no calza con mi fe. Ya hace algunos años me pasó con la basílica misma. Siempre que pasaba por Roma la visitaba, porque me gustaba. Un día, estando en pleno goce, me vino algo como una repulsión casi física; sentí con fuerza que en ese edificio Jesús no se siente a sus anchas. Lo vi como una demostración ostentosa del poder del Papa; no solo de su poder como soberano de los Estados pontificios (que desde 1870 ya no los tiene) sino ante todo de su poder como primado de la iglesia católica: San Pedro es la basílica más grande del mundo, y eso está señalado en el piso de la basílica, con marcas que muestran hasta dónde llegan las otras. En la noche de este sábado santo me pasó algo análogo con la celebración. Estuve todo el tiempo recordando con nostalgia las celebraciones en las comunidades de la parroquia de Damián. (En este momento levanto la vista y veo que la pantalla del coche nos avisa que vamos a 247 Km por hora.)
Lo mejor de la semana santa fue el paseo del lunes de Pascua. Aquí es feriado, no así el viernes ni el sábado santo. Nos juntamos tres comunidades: los hermanos educadores de Ploërmel, que son nuestros vecinos inmediatos y a quienes celebramos la misa todos los días, las hermanas de la casa general de los SS.CC. y nosotros, incluidos nuestros dos huéspedes africanos. Y partimos a visitar el Giardino di Ninfa, a poco más de una hora en auto de Roma. Éramos 22, en 5 autos. Ninfa es una pequeña ciudad medieval que fue destruida a fines del siglo XIV en alguna guerra. La familia Caetani, dueña de estas tierras, nunca pudo reconstruirla. Más tarde hubo serios problemas de malaria por los muchos pantanos de la región. Durante el siglo XIX se hizo un inmenso trabajo de saneamiento y la región volvió a ser habitable. El último Caetani se casó con una inglesa, pero no tuvieron hijos. Hacia 1920, ya viuda, a la inglesa se le ocurrió convertir las ruinas de Ninfa en un parque. Y, cuando murió, dejó su fortuna a una fundación, para que se encargara de mantenerlo. Hoy es un bellísimo parque privado, que se financia con las visitas: de abril a octubre, solo los fines de semana y algunos feriados. Todo está muy bien organizado: un guía conduce un grupo de unas 30 personas durante la hora que dura el recorrido; los grupos van partiendo cada 10 minutos. El hermoso día primaveral contribuyó al éxito de nuestro paseo. Luego nos trasladamos a Cori para el almuerzo. Como muchos pueblos de Italia, está construido en la cima de una colina bastante empinada. Nos costó dar con el restorán que habíamos reservado (sin reserva, ese día habría sido imposible almorzar en varios kilómetros a la redonda), pero fue bueno porque pudimos conocer el pueblo, sus estrechas calles (aunque abiertas a la circulación de autos), sus escaleras, sus ruinas de algún templo romano. El almuerzo, digno de la cocina italiana, nos dejó medio abotagados. Pero resistimos estoicamente.
En estos días me tocó vivir como una odisea la obtención del permiso de residencia hasta diciembre. Lo necesito, porque como turista puedo estar solo hasta tres meses. Llegué a estas tierras el 3 de marzo. El 9 presenté mi solicitud en el correo, llenando una serie de papeles que Luana –secretaria del archivo- me preparó; el correo me da una fecha para ir a la policía que atiende las solicitudes de residencia por motivos religiosos: el 20 de abril. La cita es para tomar las huellas digitales. Ese día no hubo caso, el computador no pudo (¿o no quiso?) leer mis huellas, en ninguno de mis diez dedos. En la oficina trabajan 3 mujeres de la policía. Me recomendaron usar crema para las manos al acostarme durante una semana, y volver a intentarlo a la semana siguiente. Pero fue inútil, el computador no leía nada. Las tres señoras se preocuparon; una dijo que tenía que pedir una crema especial en la farmacia, otra dijo otra cosa, hasta que una dijo que lo mejor era usar aceite de oliva. Me pareció sensato por lo barato y lo natural. Y funcionó: a la tercera intentona, el viernes 5 de mayo, después de una semana de aceitarme las manos al acostarme, el computador se dignó leer las huellas de dos de mis dedos. Y eso ya era suficiente para seguir con el proceso. ¡La tercera fue la vencida!
La misma tarde de ese día de triunfo partimos con Alberto y Beatriz a Turín, de paseo. La idea fue de Beatriz y la acompañamos de buena gana. Quería festejar sus 50 años de vida religiosa dándose un gusto. En las semanas previas intentó conseguir alojamiento en alguna comunidad religiosa, pero no lo logró. Tuvo que tomar una pieza en el mismo pequeño hotel que nosotros, de 24 habitaciones y solo dos estrellas; pero limpio y con un desayuno espectacular. El domingo en la mañana, cuando salíamos para nuestra última excursión, el señor de la recepción nos metió conversa: quería confirmar la sospecha de que éramos religiosos.
Turín es una ciudad sin grandes monumentos como Roma y casi sin huellas de la antigüedad romana, pero la encontré muy hermosa como conjunto. Está junto al río Po, que la rodea por el sur, pero no se extiende al otro lado del río, porque pasa al pie de una colina alta cubierta de bosques. Por el lado del norte se divisan los Alpes, bastante cercanos, aunque no tanto como los Andes en Santiago. Ese escenario bastaría para hacer de Turín una ciudad atractiva. Pero, además, está construida como un damero; incluso el pequeño núcleo medieval tiende a ser de callejuelas estrechas pero rectilíneas. Las casas son prácticamente de la misma altura (5 a 6 pisos) y están pegadas una a otra. Esto produce calles que son como un ejercicio de dibujo de perspectiva: líneas rectas que tienden a confluir en un punto de fuga fuera del campo visual. Por el hecho de ser un damero, la ciudad es así para el lado que uno mire. Por último, tiene un hermoso y largo parque a orillas del Po, que no tuvimos tiempo de recorrer (el libro que llevaba Alberto decía que se necesitaba un día entero para gozarlo bien) pero del que vimos el comienzo. Y, sazonando la visita, gratas conversas mientras almorzábamos y comíamos. El sábado nos mojamos un poco, porque llovía, no muy fuerte, pero permanentemente. En la tarde, después del almuerzo, nos “refugiamos” en el Museo egipcio, según decía el libro uno de los mejores de Europa, si no el mejor. Y de nuevo me pasó que, durante la interesante visita, me bajó una rabia contra el hombre occidental, ladrón y rapiñero, que quiere poseer toda riqueza, de cualquier tipo que sea. Y me acordé de lo que dice la primera carta a Timoteo: la codicia es la raíz de todos los males. Pensé que ese afán de apoderarse de las riquezas de los demás sigue vivo en la economía actual. Y se me acabó el encanto de la visita. Es verdad que nos sirvió para evitar la lluvia; a la salida había vuelto un hermoso sol primaveral. (Levanto un momento la vista: la pantalla nos avisa que vamos a 299 Km por hora).
En cuanto al trabajo, he terminado una primera vuelta extractando los testimonios que, a mi juicio, son más informativos. Tengo que hacerlo imparcialmente poniendo también las (pocas) cosas negativas que aparecen. Terminaron siendo 190 páginas y deberían ser a lo más unas 130. He tenido que hacer una segunda vuelta, que hoy (miércoles 17, cuando paso lo escrito en el tren al computador) he terminado. Me ha quedado todavía un poquito grande; jugando con los tipos de letra y el ancho de la página, oscila entre 125 y 150 páginas. Tendré que ver con el Relator cómo sigo. En esta segunda vuelta era más difícil eliminar, todo es tan decidor. Sigo con entusiasmo, Esteban es una inagotable fuente de inspiración.