Domingo 2 de julio

Por Beltrán Villegas ss.cc.

2 R 4,8-11.14-16ª; Rom 6,3-4.8-11; Mt 10,37-42

1. Lo propio del cristianismo radica en una adhesión personal a Cristo, comparable con las relaciones personales que nos son más entrañables. El peligro mayor que se nos presenta en la vivencia de nuestro cristianismo, es el de ver a Cristo principalmente como un “maestro” cuya enseñanza fuera más importante que él mismo. Nunca debemos olvidar que es en la calidad de nuestra relación con la persona de Jesús donde se juega nuestra opción por Dios (y, por tanto, el destino de nuestra existencia). Y tal relación tiene que ser una relación de amor (diría: de “enamoramiento”). Y amar a Jesús consiste en vivir en función de su persona, de tal manera que su presencia amante y subyugante pueda ser experimentada por los demás a través de nosotros. Como personas y como comunidad eclesial tenemos la misión de darle presencia actual y reconocible a la persona de Jesús con sus actitudes y criterios. La vida cristiana es una vida “ex-céntrica”, con su “centro” en Jesús. (Lo que digo puede ilustrarse con la imagen de una persona que, en el teatro, no puede ver la pieza que se está representando, sino solo a los espectadores).

2. San Pablo nos subraya que esta opción absoluta por Cristo es inherente al bautismo, y que ella incluye la aceptación de la muerte como Cristo, por Cristo y con Cristo como condición -más aún: como expresión- de la vida verdadera, que es -como la de Jesús- una vida, no retenida, sino entregada.

3. La segunda parte del evangelio subraya que es esencial saber reconocer a Jesús en quienes él se hace presente. La escena del Juicio final (Mt. 25) nos deja en evidencia que los réprobos nunca se imaginaron que le habían negado su amor y su asistencia a Jesús: “…¿Cuándo te vimos hambriento, etc. y no te asistimos?” Jesús nos señala que lo “representan” (es decir, que lo hacen presente para recibir nuestra adhesión) sus enviados: concretamente los ministros jerárquicos; pero también, y en cierto sentido más, lo representan los pequeños con quienes él ha querido identificarse para siempre. Si a nuestra capacidad de ver a Cristo en la institucionalidad eclesiástica no se suma la capacidad de verlo, reconocerlo, amarlo y asistirlo en los marginados de nuestro mundo, estamos pervirtiendo la escala de valores de Jesús, tan claramente revelada en los rasgos que de él nos muestran los evangelios cuando nos lo presentan como concernido prioritariamente por los más alejados de la esfera de la salvación: los necesitados de ella, por los excluidos, los desacreditados, los que no cuenta a los ojos de los que se sienten importantes. Y reconocer a Cristo presente en ellos implica reconocerles ante todo su propia dignidad de personas. Significa verlos como personas con las cuales es posible entablar una relación de cierta profundidad, que lleve consigo una «voluntad de solidaridad»: es decir un empeño por ver como si fuera nuestra la situación aflictiva en que se encuentran este pobre, este enfermo este cesante, esta persona deprimida. No estamos mostrando haber reconocido a Cristo en un pobre cuando le damos una moneda como si la estuviéramos echando en una alcancía. Si no hay un gesto humano y personal, capaz de llegar hasta la «persona» del otro, no estamos sirviendo a Cristo en él. Tenemos que pedirle al Señor que podamos mirar con sus ojos para descubrirlo a él presente en quien nos pide ayuda.

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