Por Montserrat Montecinos ss.cc.
Is 55, 10-11; Rom 8,13-23; Mt 13,1-23
Este domingo miramos por medio de la liturgia a María, bajo la advocación de la Virgen del Carmen, patrona y reina de nuestro país.
Nuestra tierra posee una raíz hondamente mariana, encontrando en ella un refugio seguro, una cercanía sencilla, una compañera de camino y amparo en las dificultades y necesidades de la vida.
La liturgia de este domingo nos ilumina en este camino. Nos encontramos en un contexto cotidiano, una boda en Caná de Galilea. Estaban en ella, María, Jesús y sus discípulos. Los podemos imaginar compartiendo y disfrutando de la fiesta de una manera simple, con parientes y amigos.
En un momento la madre, que posee una mirada más atenta, ve que algo pasa, algo que pone en juego la continuación de la fiesta y la reputación de los novios. Se ha acabado el vino.
María va donde Jesús y le comenta. La respuesta de Jesús nos desconcierta un poco, nos parece dura, pero llena del inicio de la compresión de su misión. Su madre, en su corazón de madre, ya intuía que ella debía comenzar, que había llegado su hora. Es por esto que envía a los empleados a que “hagan todo lo que él les diga”. Ella sabía que algo pasaría, que su hijo “podía” y “debía” hacer algo.
Y así sucede el primer milagro de Jesús, la transformación del agua en vino. Esta transformación que puede ser muy simple, pero que marca el inicio de la misión y la vida pública de Jesús. El mutar el agua en un vino que alegra la vida, que acompaña la fiesta, que da inicio al Reino de Dios.
Señor enséñanos a tener la mirada atenta. Empática y compasiva como María, para así poder descubrir las necesidades de nuestros hermanos.
Ayúdanos a mirar la vida con los ojos de la Virgen, para así esperar la acción de Dios en nuestras vidas. A esperar hacer lo que él nos diga y por sobretodo esperar la transformación de nuestras vida.