Por Matías Valenzuela
Sab 12, 13. 16-19; Sal 85, 5-6. 9-10. 15-16; Rm 8,26-27; Mt 13, 24-43
Estamos viviendo un tiempo muy especial, a veces me he preguntado en qué época de la historia me hubiera gustado nacer y no pocas veces he respondido que en esta misma, en la que estoy, porque es la nuestra y porque está llena de posibilidades inesperadas. A la vez, nos podemos preguntas qué ocurrirá más allá de este tiempo, cómo continuará la humanidad su camino, hacia qué horizontes insospechados. ¿Se nos dará a conocer el conjunto de la historia más allá de este peregrinar? ¿En el instante eterno seremos capaces de ver con la mirada de Dios el todo? ¿El derecho y el revés? ¿Las injusticias y su justificación? ¿El inicio y el fin? Tampoco lo sabemos y nuestras respuestas son solo intuitivas.
Una de las cosas que impresiona de esta época es la pluralidad. De hecho estamos mucho más conectados que antes, pero aun cuando la tecnología y la globalización pugnan por imponer categorías de pensamiento único, en general neo liberal, individualista y mercantilista, así y todo, el mundo se nos ha aparecido en su polifonía, en su aparente caos, en su diversidad cultural, valórica, religiosa, estética, idiomática, ideológica. Todo ello hace que vivir juntos no sea tan fácil, pero a la vez sea un desafío hermoso. Hace unos días el chofer del vehículo en que viajaba, un hombre joven, dijo que era necesario un gobierno mundial, pero que eso seguramente no lo veríamos nosotros. Probablemente tenía razón en ambas afirmaciones. Justamente en este mar de diversidad y conflictos es difícil imaginar que seremos capaces de ponernos de acuerdo y confluir en decisiones jurídicas y valóricas que vayan en beneficio de la humanidad completa, comenzando por los más débiles. ¿¡Cómo aspirar a tal armonía!?
En la Edad Media Europea el paradigma era el orden y estaba expresado en todo, en el ámbito social y político, en el ámbito moral y filosófico, todo ello fundado en una férrea cosmovisión religiosa. Ese orden era inalterable y se expresaba políticamente a través de la estructura piramidal de la autoridad del rey y de la iglesia. Era un poder incontestable, sagrado y apoyado materialmente a través de la fuerza militar. El sentido de la autoridad no se discutía. Con la modernidad en cambio, a través de la autonomía del sujeto, la valoración de la persona –que también hunde sus raíces en la cosmovisión cristiana– y su desarrollo, entramos en occidente en un momento distinto de la historia. Donde proliferó la diversidad desde un profundo contacto consigo mismo y con el entorno. Valorando la autenticidad, el espíritu creativo, la conexión consigo mismo y con los demás, sin imposiciones, sino que desde una gran libertad.
El evangelio de Jesús nos ofrece un ángulo para mirar esta realidad y la época que nos ha tocado vivir. Es la perspectiva del Reino. Jesús de Nazareth nos anunció el Reino, el Reino de Dios, en el cual se reúne todo. Un autor francés Emmanuel Carrere el año 2015 publicó un libro titulado El Reino en cuyas páginas se puede leer:
“El hombre que habla en el rollo diserta continuamente sobre el Reino. Lo compara con un grano de mostaza que germina en la tierra, en la oscuridad, sin que nadie lo sepa, pero también a un árbol inmenso en el que los pájaros hacen su nido. El Reino es a la vez el árbol y el grano, lo que debe advenir y lo que ya ha ocurrido. No es un más allá, sino más bien una dimensión que la mayoría de las veces es invisible para nosotros pero que aflora en ocasiones, misteriosamente, y en esta dimensión tiene quizás sentido creer, contra toda evidencia, que los últimos son los primeros y viceversa.
Creo que es esto lo que más conmovía a Lucas. Los pobres, los humillados, los samaritanos, los pequeños de todo género de pequeñez, las personas que no se consideran gran cosa: el Reino es para ellos y el mayor obstáculo para entrar es ser rico, importante, virtuoso, inteligente y orgulloso de su inteligencia” (349).
Hay algo ahí. Hay algo aquí.
Por siglos se predicó la Iglesia y perdonen que en este punto suene conflictivo, pero es cierto. Si preguntamos a nuestros padres me parece que en su catequesis jamás escucharon hablar del Reino de Dios e incluso cabría preguntarse si en la catequesis de la primera comunión se hace o no referencia a esto que Jesús anuncio y que de hecho viene con él.
En esto fue fundamental el Vaticano II y luego la Teología de la Liberación, es decir, la teología y el magisterio que se desarrolló en América Latina (indo afro latino América), porque el Reino de Dios también fue asumida como categoría política, ya que está indisolublemente unido a la manera de relacionarnos entre las personas. San Pablo dirá en la carta a los romanos que el Reino no es comida ni bebida sino justicia, paz y alegría en el Espíritu (Rm 14,17), es decir, viene de Dios, está animado por el Espíritu, implica un caminar en el Espíritu y se despliega en un modo de relacionarnos unos con otros, de vernos, de amarnos. En Lucas 17,21 Jesús dice “el reino de Dios está en/entre ustedes”. Es una frase maravillosa que da para ambas traducciones. El reino en nosotros, dentro de nosotros. Dios en cada uno de nosotros y a la vez mayor que todo lo nuestro. Y, a la vez, Dios entre nosotros, siendo fuente de comunión, de encuentro, de justicia, de solidaridad, de paz. Con un querido amigo todavía estamos discutiendo si la preposición griega que ocupa Lucas se traduce como “en” o como “entre” y en esto nos acompañan muchos que se han acercado a las palabras del Maestro de Nazareth.
El Reino es más que la Iglesia. Crece en todas partes desde lo más pequeño. Es a la vez la semilla y el árbol, lo que ya ha ocurrido y lo que está por venir. En el Reino están juntos el trigo y la cizaña, hasta el final de los tiempos y Dios mismo así lo ha permitido porque tiene paciencia. Porque nos da tiempo de conversión y porque no quiere dañar a justos por pecadores como decían los antiguos. Espera y respeta toda creatura hasta el final. No sabemos qué rol puede llegar a jugar un ser humano, una creatura, para la salvación de todos. Quién es cada uno para juzgar, para hacer un juicio apresurado. ¡Qué sabemos nosotros si en eso que no entendemos o rechazamos sin claridad está germinando el Reino y algún día florecerá de manera inesperada! Respetar la vida. Buscar mirarla con los ojos de Jesús, con su mirada atenta, misericordiosa, llena del Espíritu que ama la vida es el mejor regalo y nuestro mejor aporte para este momento de la humanidad.