Por Alex Vigueras ss.cc. Superior Provincial
Uno de los problemas importantes que tenemos en la Iglesia es que seguimos tratando al laicado como niños. Como niños que solo tienen que aprender de los sacerdotes y de la jerarquía, como niños que tienen que dejarse conducir ciegamente. Como niños que no saben lo que es bueno o malo y, por eso, tenemos que decírselo una y otra vez. He escuchado muchas veces este reclamo del laicado: “no nos tratan como adultos”.
Esto es un síntoma de una Iglesia que quiere continuar situándose en el mundo como en época de Cristiandad, cuando la fe era el sustrato de la cultura, cuando la autoridad de la Iglesia era incuestionable, cuando la jerarquía tenía la última palabra. Pero los tiempo han cambiado, y hemos aprendido de la modernidad el valor que tiene cada persona humana, la dignidad de su razón, su capacidad de discernimiento.
Pareciera que en la Iglesia basta con tener claros los principios generales. La tarea parece simple: aplicar esos principios generales a cada situación. Según esta manera de pensar, el cristiano tendría claridad de cómo debe actuar en el mundo. Pero la vida es mucho más compleja, las situaciones personales son de una originalidad que abisma y fascina. Es por ello que la concreción vital de esos principios generales en los que creemos pasa siempre por el discernimiento personal.
Es por ello que urge formar al cristiano en la capacidad de discernir: con madurez, a partir de los principios evangélicos, considerando el bien común, con libertad. Creo en un laicado cuya vocación no es solo ser ovejas, sino también pastoras y pastores, aunque no lo sean ministerialmente.
Tratar a los laicos como niños… eso es lo que ha hecho el cardenal Medina con Carolina Goic en la carta publicada en El Mercurio de este lunes. Tengo la convicción de que no es ese el estilo de la Iglesia que nos invita a vivir el papa Francisco.