Por Oscar Isaías Casanova ss.cc.
Ez 33, 7-9; Rm 13,8-10; Mt 18,15-20
Uno de los aspectos más hermosos de lo que puede hablarnos lo humano es su ser social, su capacidad natural de entrar en relación con los demás, de comunicarse y convivir, de construir vínculos en los que se sostiene la vida misma, aquello que nos asegura la supervivencia, pero también aquello desde donde emerge y se desarrollan todos los avances científicos y toda la riqueza cultural de todos los tiempos. Todo lo que somos y seremos, encuentra su fuente en la relación con los demás. La buena noticia que Jesús experimenta y anuncia a su pueblo se dirige al corazón de esta realidad humana rescatando su sentido más hondo: nuestra naturaleza nos empuja a encontrarnos y a enlazarnos a otros, no solo porque somos, meramente, sociables, sino más aún, porque somos hermanos, hijos e hijas de un mismo padre amoroso. Es de lo que nos vienen a presentar las lecturas de este domingo. Es en esa relación de hermandad y de filiación donde se dice más claramente lo que somos, y hace de la experiencia del amor el sustento de nuestra existencia. Por lo mismo, el fracaso de la humanidad consiste en rechazar la realidad de esta apertura radical y de este doble vínculo amoroso. Cada uno de los desastres de las sociedades de todas las épocas ha tenido su origen en la negación de esta apertura radical a la fraternidad. Es precisamente esto a lo que se ha llamado pecado, porque el pecado no es romper una ley externa que se nos impone desde fuera, sino rechazar y dañar el vínculo, la relación de amor que se nos ofrece y que nos sostiene, san Pablo declara, “no debas nada más que amor, porque quien ama a su prójimo ha cumplido toda la ley” (Rm 13,8), el pecado es el rechazo del amor.
La voz del maestro de Galilea se escucha fuerte entre caminos y poblados, esforzándose en mostrarnos esta hermosa verdad, sanando los lazos, llamando amigos y amigas, forjando una comunidad con la misión de vivir y anunciar ese amor que es fuente de vida. Pero Jesús no es ingenuo, él conoce lo que nosotros experimentamos a diario, sabe de la fragilidad de nuestras comunidades, sabe de la pobreza de nuestro empeños personales, tantas veces mezquinos y asolados por la ambigüedad. En el evangelio nos enseña cómo debe ser la comunidad, y lo hace precisamente a partir del dolor de la crisis. “Si tu hermano peca”: alguien de la comunidad ha decidido atentar contra el vínculo de amor, y por lo tanto se ha separado de aquello que sostiene su vida, es el mismo amor el que exige partir a buscarlo. Es hermoso reconocer que justamente el texto que viene antes en Mateo, es la parábola de la oveja perdida, donde el Pastor busca incansablemente aquella oveja que se ha alejado del redil, ha roto el vínculo con sus hermanas y por lo mismo, ha roto el vínculo con el pastor. Jesús nos dice ahora, cada uno de ustedes son llamados a ser pastores, llamados a recorrer la distancia que sea necesaria e ir a buscar al hermano que se nos ha perdido.
Y se escucha la voz de Yahve hablando como en la primera lectura a Ezequiel: si tu hermano escoge el mal tú tienes la responsabilidad de rescatarlo, si no lo haces serás igualmente responsable. No es solo la comunidad la que tiene la responsabilidad, cada uno está llamado a hacerse cargo. Es hermosa la descripción de lo que acontecerá si es escuchado quien se acerca, “habrás ganado a tú hermano”. Ahora bien, si eso no es posible no podemos darnos por vencidos. Este proceso paulatino en el que poco a poco toda la comunidad se va involucrando va dando cuenta que el anhelo de restablecer el vínculo es de todos, que todos continúan considerando hermano a quien ha provocado el quiebre. Sin embargo, la posibilidad de la cerrazón absoluta permanece abierta y Jesús no asegura que el esfuerzo de rescatar al hermano dé resultados positivos: Es posible, dolorosamente posible, que el reencuentro no llegue a generarse. Con el dolor de nuestro corazón no podemos obligar a nadie, más aún, ese amor exige respetar el deseo de quedarse (o de quedarnos) fuera, de desvincularse. Y toda decisión que se tome frente al amor es de una seriedad inimaginable: «Lo que aten en la tierra quedará atado en el cielo y lo que desaten en la tierra quedará desatado en el cielo». La voz del maestro suena profunda y quienes escuchan logran percibir que se refiere a algo fundamental. El cielo no solo es algo que sucede después de morir, sino más bien la presencia de Dios siempre actual e interpeladora, el mismo movimiento que nos ata o nos desata a nuestros hermanos, nos ata o nos desata a Dios. Tenemos que decidir, muchas veces en medio de la confusión y siempre junto a nuestros límites. Pero la promesa sigue intacta, el que no enseña cómo amar no nos abandona: “donde dos o tres estén reunidos en mi nombre, ahí estoy yo en medio de ustedes” (Mt18, 20).