Domingo 17 de septiembre

Por Rafael García ss.cc.

Eclo 27,33-28,9; Rom 14,7-9; Mt 18,21-35

A primera vista, la lectura del Eclesiástico y el evangelio tienen una relación evidente. Ambas nos hablan acerca de la experiencia del perdón y de cómo dicha experiencia nos lleva a ser perdonadores también nosotros. Pero no pasa lo mismo con la segunda lectura -tomada de la carta de Pablo a los Romanos-, ya que, si le echamos un primer vistazo, veremos que, más que hablar del perdón, lo que hace Pablo es referirse al modo en que nos relacionamos con Jesús, en una suerte de pertenencia radical hacia su persona. No creo que se refiera a que “seamos de Cristo” (en un sentido posesivo), sino que, más bien, “somos en Cristo”; en la muerte y resurrección de Jesús -¡y toda su historia!- es donde se amarra, desde una perspectiva de fe, nuestra identidad más profunda: el hecho de que no vivimos para nosotros mismos, sino que siempre somos-con-otros.

Pues bien, esta clave de lectura nos puede ayudar a descubrir toda la potencia relacional que tienen las palabras de Jesús en este evangelio. En la primera escena, vemos a Pedro preguntándole cuántas veces es necesario perdonar a los demás, ¿hasta siete veces? Es decir, después de siete veces que perdono, ¿puedo ya no perdonar más? ¿Tengo derecho a una justa retribución o quizás a ejercer un castigo a mi ofensor? En el fondo, aparece Pedro -en toda su humanidad, ¡tan nuestra, también!- queriendo cuantificar nuestra capacidad de perdonar, como diciendo “oye, todo tiene un límite, ¿no? ¿cómo voy a perdonar siempre?”. Y es que es verdad, perdonar cuesta mucho, sobre todo cuando el daño que nos han hecho ha sido profundo y doloroso. ¿Cómo voy a perdonar al que me ha engañado, al que ha matado, al torturador?

Frente a la posibilidad de perdonar hasta siete veces nada más, Jesús lanza una exageración: ¡setenta veces siete! Por supuesto, no se refiere a que esta vez debamos perdonar 490 veces, sino que, lo que está intentando expresar es que, en definitiva, el perdón no tiene límites. Su perdón (el de Jesús) no tiene límites. Eso no significa que se desentienda del daño ocasionado o que le dé lo mismo lo que cada uno haga o deje de hacer. No, el perdón de Jesús es sanador e interpelador, invita a la conversión del corazón y a la transformación de la vida (recordemos a la mujer adúltera: “ve y no peques más”). Es, en definitiva, el perdón del mismo Dios el que se expresa en Jesús, y el que se nos aparece con tanta claridad en la parábola del rey y los deudores.

Vemos la misericordia de un rey que se compadece y que perdona. Pero su perdón no es correspondido, queda incompleto, pues el obrero perdonado, inmediatamente después, no es capaz de hacer lo mismo con su compañero (aun cuando la deuda es extraordinariamente menor a la suya). Habiendo sido perdonado en lo mucho, no logra perdonar en lo poco. Pero lo más triste, creo yo, no es el egoísmo mismo del obrero “malo”, sino que es el hecho de que ese perdón tan abundante que recibió, no logró generar la transformación de su corazón endurecido. En otras palabras, la experiencia radical de la misericordia no lo llevó a ser, él mismo, misericordioso. El perdón, por tanto, no fue completo, puesto que no sanó nada.

Y ahí aparece lo de Pablo. El perdón que pedimos y que damos a los demás nos sana también a nosotros, nos libera y nos reafirma -con elocuente claridad- el hecho de que ya no vivimos para nosotros mismos. Vivimos en Jesús y, por tanto, podemos ser como él. No lo olvidemos: Jesús no es solamente adorable, sino que también es imitable. Que su ejemplo nos lleve a construir un Chile más humano y reconciliado ¡Amén!

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