Por Cristian Sandoval ss.cc.
El padre Esteban dice en su poema “La Iglesia que yo amo”:
“Amo a esta Iglesia ancha y materna
no implantada por decreto,
la Iglesia de los borrachos sin remedio,
de las prostitutas que cierran su negocio
el Triduo Santo.”
En este fragmento hace referencia a tal vez uno de los grandes misterios de la predicación de Jesús, El Reino se abre para todos sin distinción.
En esta parábola relatada a los sumos sacerdotes y a los ancianos, a aquellos que en el tiempo de Jesús encarnaban la tradición y la fe; a aquellos que son los profesionales de la religión, Jesús les enrostra su comportamiento de falta de acogida a la voluntad de Dios.
Y lo hace de una manera más que provocadora, “las prostitutas y los publicanos entrarán antes al Reino de los cielos”.
Es imaginable la confusión y la indignación de sus auditores, la sorpresa de sentirse interpelados y denunciados de estar viviendo una falsa religión, una práctica centrada en ritos externos sin contenido.
Si a nosotros nos dijeran esto, si nos dijeran que los borrachos sin remedio y las prostitutas entrarán antes que los que “somos de iglesia”, ¿acaso no nos sentiríamos insultados o cuestionados en lo más profundo?
Esa es la actitud que Jesús busca en nosotros, que revisemos nuestro caminar, nuestra experiencia de fe, que continuamente pongamos en nuestra oración, en nuestra revisión de vida la pregunta por nuestra adhesión al Reino, por nuestra acogida a los que han vuelto su mirada a Dios y han creído en el amor de Jesús, en aquellos que pese a ser “pecadores” buscan amar con sinceridad asumiéndose como hijos amados de Dios, como sus predilectos siempre llamados a la conversión.
Cuánto necesitamos aprender como iglesia que hacer la voluntad de Dios no se juega en las grandes declaraciones de fidelidad, sino en el abrir nuestra vida a “la” vida que Jesús nos anuncia.