Enrique Moreno Laval ss.cc.
Ante todo, conviene clarificar un par de confusiones acerca de lo que celebramos el 1 de noviembre. No estamos celebrando, tan solo, a los santos y santas oficialmente canonizados por la Iglesia. Tampoco estamos haciendo memoria de los fieles difuntos. ¿Qué celebramos entonces? Expliquemos.
Estrictamente, celebramos a todos aquellos y aquellas que han vivido, con la mayor plenitud posible, lo que Dios quiere para cada hombre y cada mujer en esta tierra: la vivencia de un amor que, recibido de parte de Dios, es compartido generosamente con los demás. Son los que han seguido a Jesús y se han esforzado por vivir como él. Los que han sabido tener un corazón sencillo, un corazón limpio, un corazón misericordioso, un corazón consolador, porque ellos mismos han recibido misericordia y consuelo; aquellos que no han buscado posesión alguna. Son los que han gastado su vida por construir una sociedad justa para todos, trabajando afanosamente por la paz, a pesar de las persecuciones. Estas personas han llevado a cabo ese programa de vida señalado por Jesús en las llamadas “bienaventuranzas”, cuyo texto proclamamos en el evangelio de la fiesta de hoy (Mateo 5, 1-12). Quienes han vivido y muerto así, han alcanzado la vida plena; ya están en el “cielo”, viendo la luz del rostro de Dios para siempre, de acuerdo con las metáforas usadas en la liturgia. Aunque el “cómo” de todo esto permanezca para nosotros en el misterio. Al respecto, Esteban Gumucio decía: “No entiendo nada, pero ¡creo!”
¿Es posible ser felices viviendo de esta manera? Creemos firmemente que sí. Una multitud de testigos nos afirman que es posible. Por eso hoy damos gracias a Dios, alabándolo por esas vidas santas, retratadas en esa imagen del libro del Apocalipsis que leemos hoy como primera lectura: “gentes de toda nación, raza, pueblo y lengua, todos vestidos con túnicas blancas y palmas en las manos, proclamando: la salvación viene de nuestro Dios” (Apocalipsis 7, 2-4.9-14). Todos quienes “fieles a la verdad, vivieron de acuerdo con ella”, según afirma la segunda lectura de hoy (3 Juan, 1-3). No celebramos, entonces, solo aquellos santos y santas canónicamente reconocidos como tales por la institución de la Iglesia, sino todos los que han vivido la esencia de lo que llamamos la “santidad”. Todos los santos y santas anónimos. Los que, guardando las distancias, han sido santos como Dios es santo, incluyendo los santos de otras religiones y los que fueron santos sin haber profesado ninguna religión.
Tampoco celebramos hoy, estrictamente, la memoria de los fieles difuntos. Según la liturgia católica, corresponde recordarlos el 2 de noviembre. Pero la realidad se impone a la planificación litúrgica, y el pueblo cristiano visita hoy los cementerios recordando con cariño a sus difuntos, por una razón práctica: en Chile y en otros países, el 1 de noviembre es feriado. Es un hecho que no podemos eludir en la celebración de hoy; más bien, conviene aludir a este sentimiento tan sagrado. Pero ¿por qué rezamos por nuestros difuntos?
Alguien podría argumentar: si creemos realmente en la infinita misericordia de Dios, ¿necesitamos convencerlo, con nuestras insistentes oraciones, para que sea misericordioso con nuestros seres queridos? Parecería innecesario. Pero sí convendría recordarlos con cariño, en oración, para volver a sentirlos muy cercanos, para aprender de tanto amor bueno que nos dejaron, dándoles gracias; para pedirles perdón por lo que no supimos hacer por ellos, y para comprometernos a completar aquello que quedó pendiente, cuando dejaron esta tierra. Nos habita la certeza de que, para Dios, todos nuestros muertos están vivos. Nuestro Dios es un Dios de vivos, no de muertos.
Nos deja tarea esta fiesta de Todos los Santos. Una tarea llena de esperanza. El escritor Oscar Wilde, de origen irlandés, lo expresaba de esta manera: “Todo santo tiene un pasado y todo pecador tiene un futuro”. Jesús ya lo había garantizado: “Tengan ánimo, tengan valor, yo he vencido al mundo” (Juan 16, 33). A pesar de nosotros mismos, ¡tenemos futuro!