Pedro Pablo Achondo Moya ss.cc.
Hemos llegado a fin de año, a fin del año litúrgico; calendario según el cual se rige la iglesia. No deja de ser interesante que la fiesta final del año litúrgico sea Cristo Rey (Solemnidad instituida por el Papa Pio XI en diciembre de 1925) como una manera de mostrar la consumación del plan salvífico de Dios. Y comenzar el año con la esperanza de adviento, con un tiempo fecundo y hermoso cargado de alegría y gozo por el Mesías que ya se acerca. Todo ello en pleno fin de año del calendario civil. Mientras como ciudadanos cerramos el año cansados, llenos de trámites, de fiestas, graduaciones, campañas solidarias, preocupaciones políticas; en cuanto creyentes, adviento nos llena de gozo y la fiesta de Cristo Rey nos vuelve a recordar en quién todos descansamos.
Las lecturas nos ponen de cara a uno de los rasgos más hermosos de Dios: su cuidado y compañía. Dios, según el profeta Ezequiel es como un pastor (lo mismo que canta el salmista) que cuida y se preocupa por cada una de sus ovejas; las alimenta, las conduce y las sana cuando están heridas. Todas características propias de la madre. Dios, en ese sentido se asemeja a una madre preocupada por sus hijos. Y, siguiendo esa pista, el hermoso y conocido evangelio de Mateo 25, respondería a la pregunta por cuáles hijos en especial. La Madre que es Dios se preocuparía, se acercaría y cuidaría en particular de los hambrientos, los sedientos, de los forasteros, los desnudos, los enfermos y los presos. Es decir, de todos los que carecen de algo vital: comida, bebida, acogida (techo), ropa, salud y libertad. La Madre Dios cuida de sus hijos sufrientes.
En palabras del Papa Francisco, estaríamos aludiendo a la misericordia. A una misericordia activa, en todo caso o, dicho de otro modo, a la “efectivación” de aquello que nos duele en las entrañas: el dolor del otro. Y, solo allí, cuando nos acercamos al que sufre (desnudo, enfermo, preso, hambriento…) descubrimos al Dios de Jesús y, según sus palabras, al propio Hijo de Dios. El camino cristiano es una invitación al encuentro con el otro que sufre, muchas veces más cerca de lo que pensamos: nuestro hijo/a, esposo/a, papa, mama, compañero de trabajo, amigo, alumno/a… En palabras del Mesías Jesús es allí donde nos encontramos con El. Abrazando al pobre abrazamos a Dios. Este misterio y escándalo reside en la medula del mensaje y promesa cristiana.
La fiesta de Cristo Rey como fin del año litúrgico nos conduce a la plenitud de este mensaje: el rey Jesús es el rey pastor –la reina, deberíamos decir- que da su propia vida por amor a los que sufren y gracias a esa donación permite (y permitimos los que obramos como él) que Dios continúe su obra, su deseo, su fuerza de querer ser “todo en todos” (1 Cor 15, 28). Con esta invitación grandiosa y tan llena de ternura nos despedimos para entrar en otro tiempo: el tiempo en que todo lo anterior comienza: la encarnación.