Por Pablo del Valle Trivelli (Comunidades de vida SS.CC.)
Is 63,16b-17; 64,1.3b-8; 1 Co 1,3-9; Mc 13,33-37
Este domingo comienza un nuevo año litúrgico y con él damos inicio al Adviento, un tiempo de espera y de preparación para la venida de Cristo. En el evangelio, Jesús insiste con fuerza en que esta espera no puede ser pasiva si no radicalmente activa, y nos habla sobre la importancia de velar en todo momento.
Fiel a su pedagogía de las metáforas, Jesús explica esta idea a sus discípulos comparándola con un hombre que deja su casa al cuidado de sus criados. Estos deben velar, pues no saben cuándo llegará el dueño de casa, no sea que los encuentre dormidos. Al final, Jesús remata con la frase “Lo que os digo a vosotros lo digo a todos: ¡Velad!”, como si se dirigiera directamente a nosotros, recordándonos que el mensaje debe traspasar los siglos e incidir realmente en nuestra vida.
Al escuchar la parábola no puedo si no pensar en que, tal como el hombre deja su casa al cuidado de sus criados, Dios ha dejado a la humanidad a cargo del mundo. Nos ha confiado un enorme tesoro: su casa, nuestra casa. Jesús, que sabe más que nadie integrar la firmeza y el amor en sus palabras, nos pide seriamente ser responsables de este encargo.
Cuidar la casa puede traducirse en muchísimos actos concretos, como asegurar la dignidad de los marginados de nuestra sociedad o hacerse cargo de los problemas del medioambiente (tal como nos ha invitado el Papa en su encíclica Laudato Si, sobre el cuidado de la casa común). Jesús nos recuerda que para todo esto debemos velar: el cuidado de la casa requiere estar despiertos, atentos a lo que sucede en nuestro mundo, verdaderamente pendientes de las urgencias. Velar significa reconocer que los pobres no pueden esperar, que el planeta no puede resistir mucho más a los abusos del ser humano, y conmoverse para responder activamente ante estas realidades. Velar es reconocer que, si no estamos atentos y no actuamos hoy, mañana puede ser muy tarde.
Qué atingente parece hoy esta invitación a no quedarnos dormidos. En este tiempo, en que nos hemos acostumbrado a las injusticias y hemos naturalizado tanto el dolor de la tierra y de los pobres, Jesús quiere interrumpir nuestro letargo y despertarnos. “¡No sea que los encuentre dormidos!”, parece querer exclamar, con una mezcla de cariño y radicalidad. Despertar significa entonces salir de la rutina que nos mantiene indiferentes, abrir los ojos para ver aquellas realidades que, por costumbre, se nos han hecho tolerables.
Sabemos que el Señor puede venir a cualquier hora, como el dueño vuelve a su hogar. ¿Cómo nos gustaría que él encontrara su casa? Con cierto pudor, imagino la vergüenza de mostrarle al Padre el estado de nuestro mundo en la actualidad: basta con pensar en la desigualdad, la violencia, la contaminación, el abuso sobre los trabajadores, sobre las mujeres, sobre la naturaleza… Y surge en mí el deseo ardiente de presentarle algo totalmente distinto. ¡Cómo no querer recibir al Señor con su casa bien cuidada, igual o mejor que la que nos ha sido entregada! El motor que nos mueve no debe ser el miedo al castigo, si no el profundo agradecimiento y la responsabilidad de quien hace su trabajo por amor.
Que estas semanas de Adviento (y todos los días del año) sean entonces un tiempo de espera activa. Preparemos el corazón para la venida de Jesús cuidando de la casa que nos ha regalado y a la que quiere regresar para seguir compartiendo con nosotros la vida. ¡No nos quedemos dormidos! ¡A velar!