Segundo domingo de Cuaresma

Por Beltrán Villegas M. ss.cc.

Gn 22,1-2.9ª.15-18; Rm 8,31b-34; Mc 9,2-10

El episodio de la transfiguración constituye en los tres ciclos, el tema dominante del 2º domingo de Cuaresma. Para comprender este hecho y su alcance, hay que tener presente el lugar que ocupa en el relato evangélico del ministerio de Jesús. Con una precisión cronológica que nunca más se encuentra, Marco nos dice que él tuvo lugar «seis días después» de la confesión de Pedro («tú eres el Mesías») y del primer anuncio por Jesús de su pasión y muerte como camino para llegar a la gloria. Esto nos muestra con suma claridad que esa «transfiguración» delante de los más íntimos de sus discípulos estuvo ordenada a proporcionarles una anticipación momentánea, y una garantía de su futura condición plenamente transparente a lo que es la «luminosidad» propia de Dios: una condición a la que Jesús llegaría en su resurrección, y en la que consiste también el destino definitivo propuesto a todos los hombres.

El episodio de la transfiguración implica que la futura transformación, que es meta y destino de la humanidad, no podrá darse si ella no ha tenido alguna especie de realización en el tiempo gris y opaco de la existencia humana terrestre e histórica. Más allá de la dimensión visible de nuestra vida humana, tenemos una dimensión invisible, que es la de nuestra relación con Dios: si en esa zona, sustraída normalmente a la percepción de los demás, no ha habido un cambio, una «transformación» que acepte a Dios como Dios y Padre, no es posible acceder en el futuro a la condición gloriosa que Dios les tiene preparada a sus hijos para que vivan para siempre en su propio ámbito y en «comunión» cara a cara con él.

Porque Jesús vivía su ministerio histórico plenamente como hijo amante y obediente, su gloria futura ya estaba presente en él, en la dimensión invisible de su existencia: esa gloria que se haría visible en su resurrección y que él permitió que vislumbraran sus tres discípulos en el monte.

Así queda claro que no hay transformación gloriosa sin previa conversión (= victoria contra el tentador), y que no hay conversión sin futura transformación. Y por lo mismo, también queda claro por qué la transfiguración es un tema cuaresmal indispensable, ya que está vinculada estructuralmente con la conversión.

Me parece interesante señalar que el mismo verbo que usan los evangelios en referencia a la Transfiguración, lo utiliza dos veces San Pablo en para referirse a los cristianos: en un texto dice: «No os amoldéis a las normas mundanas de vida, sino transformaos mediante la renovación de vuestra mente» (Rom 12,2). En el otro dice que la contemplación de la Gloria del Señor resucitado nos va «transformando a su imagen con creciente «gloria» nuestra por obra del Espíritu del Señor». De nuevo, lo más esencial de todo protocolo cuaresmal.

Creo que vale la pena subrayar que la transformación (o transfiguración) de que nos habla el cristianismo supone la construcción de nuestra identidad personal, a diferencia de ciertas místicas orientales (abrazadas por el «New Age»), que les prometen a los hombres que se convertirán en «energía cósmica» o algo así, con total desaparición del «yo» personal. La transformación que nos plantea nuestra fe nos va haciendo ser cada vez más nosotros mismos, justamente en la medida en que nos libera de nuestras servidumbres y alienaciones. Se trata de algo semejante a lo que hizo Miguel Angel cuando –según sus palabras- liberó a su Moisés de «todo el mármol que sobraba» y que impedía verlo con la majestad con que ahora lo vemos gracias a su cincel.

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