Cuarto domingo de Cuaresma

Por Eduardo Pérez-Cotapos L. ss.cc.

2 Cro 36,14-16.19-23; Ef 2,4-10; Jn 3,14-21

Dentro del itinerario cuaresmal las lecturas de este domingo tienen un tono muy especial. No nos confrontan con la miseria de nuestros pecados, sino que nos sitúan ante la inconmensurable hondura del amor de Dios. El texto evangélico comienza señalándonos que Jesús «será levantado en alto», de decir, crucificado, para ser causa de salvación para toda la humanidad. Y esta imagen da paso a la más gozosa afirmación de la fe cristiana: «Sí, Dios amó tanto al mundo que entregó a su Hijo único para que todo el que cree en él no muera, sino que tenga vida eterna. Porque Dios no envió a su hijo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él» (Juan 3,16-17). El texto es tan transparente en su afirmación que no necesita mayores comentarios.

Jesús no ha sido enviado al mundo para juzgar, sino para salvar. No ha venido para premiar a los buenos y castigar a los malos, sino para tender una mano salvadora a todos los sufrientes y pecadores. Por lo mismo, se condena quien no acoge la salvación de Dios. Quien no se agarra firmemente de mano tendida para salvarlo; quien no confía en la buena noticia de la salvación gratuitamente ofrecida por Dios, como insiste Pablo en la segunda lectura; se condena quien no se deja iluminar por la luz sanadora de Dios.

La fuerza salvadora de Dios puede revertir hasta la peores situaciones humanas, aunque sean el fruto bien merecido del propio pecado. La primera lectura nos sitúa ante el más dramático de estos ejemplos: el exilio en Babilonia. El pueblo de Israel actuó de modo tan malo, desoyendo todos los llamados a la conversión que Dios le dirigió por medio de sus profetas, que terminó derrotado por los babilonios y cruelmente conducido al exilio lejos de su tierra, en la ciudad de Babilonia. Un exilio que duró cincuenta años, y que termino cuando Ciro, rey de Persia, conquistó Babilonia y mediante un decreto permitió en retorno de Israel a su propia tierra. En este cambio de imperios dominantes los profetas reconocieron la acción de Dios que perdonaba a su pueblo y lo restablecía.

Por lo mismo, como nos recuerda con tanta hondura la segunda lectura, traicionamos un elemento fundamental del cristianismo cuando lo trasformamos en una religión de premio y castigo. Olvidamos lo esencial: «Dios, que es rico en misericordia, por el gran amor con que nos amó, precisamente cuando estábamos muertos a causa de nuestros pecados, nos hizo revivir en Cristo; ¡ustedes han sido salvados gratuitamente!» (Efesios 2,4-5). Hemos sido salvados por gracia, mediante la fe, para que nadie pueda gloriarse de sus propios méritos frente a Dios: «Esto no proviene de ustedes, sino que es un don de Dios; y no es el resultado de las obras, para que nadie se gloríe. Nosotros somos creación suya» (Efesios 2,8-9).

El camino cuaresmal este domingo nos desafía a dejarnos conmover nuevamente por la experiencia del amor gratuito de Dios; amor inmenso e inmerecido. Un amor que nos hace nuevos desde la raíz de nuestro ser. Con la única condición de que nos confiemos en Dios.

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