Compartimos la homilía de Pablo en la eucaristía celebrada el pasado viernes 2 de marzo por la pascua de Enrique Moreno Laval ss.cc., en la parroquia San Pedro y San Pablo.
Queridos amigos y amigas:
Leo estas líneas en la partida de nuestro querido Enrique. Son palabras que algo reflejan lo que he experimentado en estas horas de ausencia y de presencia. Ambas muy intensas, tanto una como la otra.
Me duele la ausencia como a todos, porque cuando parte un amigo así, se nos va la mitad del alma. Y estamos contentos con su felicidad en el reino del Padre, pero llora la otra mitad que continúa peregrinando en la tierra.
Él me dijo un día: “Pablo, no te mueras nunca”. Pero ¡miren ustedes cómo se ha portado él yéndose ahora!
Los que lo han conocido no lo han olvidado más. Tal vez, todos los que estamos aquí seamos deudores suyos.
Simplemente porque irradiaba el evangelio con naturalidad.
Cada día la gente fue más importante para él, especialmente los pobres y enfermos. Su propia persona no parecía importarle. Pienso que esto fue fruto de un trabajo constante y serio, un trabajo movido por la gracia. Como resultado tomó la decisión de seguir de cerca el mensaje de Jesús y su persona. Él mismo se convirtió en mensaje para los demás.
No temo pronunciar estas palabras halagadoras, aunque no se deba hacer un panegírico por los que parten. Porque sé que, con ello, ya estoy hablando de Jesús, a quien reflejaba.
Enrique le dio su vida al Señor. Entró en su corazón, en su misericordia y generosidad., la misma que él habrá experimentado en su condición de pecador perdonado, en la que en diversas formas y grado, entramos todos. Como san Pablo que predicaba su propia experiencia de la misericordia divina.
De ahí, del corazón de Jesús, se dio en Enrique su modo pobre y sencillo de vivir. De ahí su tranquilidad, su cariño por todos, su dedicación a meditar la palabra de Dios, la profundidad de su oración, su disponibilidad para obedecer y su humor (hace pocos días estuve de vacaciones con él. Estuvo menos comunicativo. Posiblemente ya se sentía mal. Pero en un momento le escuché un modo extraño de hablar. Estaba imitando a no sé qué obispo y nos hizo reír a todos. Yo me dije, sí es el Enrique de siempre…).
Por amor al perseguido sufrió la prisión en el Estadio y por amor a los necesitados se esforzó por ser uno de ellos. Vivió la palabra que hemos escuchado del evangelio de hoy: “Jesús, al ver una gran muchedumbre, se conmovió con ellos”.
En estos días de pena, yo he acudido a los textos bíblicos que hablan de alegría: ¿Cómo nos pides, Señor, que estemos alegres cuando tenemos delante una partida tan dolorosa para todos?
La respuesta de la palabra es que la Pascua del Señor comprende muerte y resurrección como un todo, como inseparables, como las dos caras de una misma moneda. Muerte y alegría. En definitiva, amor.
Cuando nos encaminamos hacia la enfermedad, la vejez, la enfermedad y la muerte, somos el grano de trigo que muere, pero ahí, ahí mismo, comienza la vida verdadera.
Deseamos que Enrique, llegando a esa luz que no tiene ocaso, pueda decir con el salmo que se ha escuchado: “Acuérdate, Señor, de tu ternura y gran amor, que siempre me has mostrado” Lo podemos imaginar hablándole así a Jesús en la intimidad.
Le pido a Enrique que nos ayude desde allá a lograr una Iglesia que haga más presente y creíble a Jesús, una Iglesia que no se predique a sí misma y que se purifique en la solidaridad con los pobres. Esto no se consigue por decreto sino con la entrega de cada corazón.
Que María, caminando con su pueblo, nos obtenga su alegría y algo de su entereza en el dolor. Así sea.