Por Beltrán Villegas ss.cc.
Hch 9,26-31; 1 Jn 3,18-24; Jn 15,1-8
Ocho veces aparece el verbo «permanecer» en el breve texto del Evangelio.
Hay que reconocer que la idea de «permanencia» no es de las más valoradas en este mundo. Vivimos encandilados por lo «nuevo», y tenemos la tendencia a verlo todo como «desechable».
La velocidad del cambio es tan grande, que sabemos que cualquier artefacto que adquiramos va a quedar pronto obsoleto por innovaciones tecnológicas «de última generación». Y el cambio no afecta solo a las cosas materiales, sino también a las normas o pautas sociales y a la misma imagen del mundo y de la vida, constantemente modificada por las ciencias físicas o biológicas.
Esta situación es normal y es buena en la medida en que nos impide instalarnos y rutinizarnos, y sobre todo en la medida en que nos obliga a repensar los fundamentos y la solidez de nuestras convicciones y criterios. Porque esta reflexión nos hace justamente discernir lo permanente de lo cambiante y descubrir que con frecuencia costumbres nuevas favorecen mejor ciertos valores que eran también buscados de otra manera en el pasado.
La «cultura de lo desechable» se torna inadmisible cuando se llega al extremo de excluir a priori la posibilidad de algo como un valor permanente y de tenerlo todo como objeto de desecho. Creo que se nos impone tomar conciencia de que las personas no son nunca desechables. ¿Quién de nosotros no ha sentido alguna vez la indignación que produce el hecho de sentirse «usado» y después dejado de lado como un limón al cual se le ha extraído el jugo? La fidelidad de quienes han entablado con nosotros una relación de amistad y de amor la experimentamos como algo a lo que tenemos derecho. Esto que sentimos válido cuando nosotros estamos en juego, tenemos que encarnarlo en nuestras actitudes respecto de los demás. Esto está incluido en el «ama a tu prójimo como a ti mismo» y en «haz a los otros lo que deseas que los otros te hagan a ti».
En esta línea de la fidelidad personal Cristo nos pide que «permanezcamos unidos a él»; lo que implica según el texto que «sus palabras permanezcan en nosotros». No se puede «permanecer en Cristo» por inercia. Incluso en el nivel puramente humano, las fidelidades no cultivadas languidecen y mueren. Con mayor razón nuestra fidelidad a Jesús supone un cultivo asiduo, consistente en el esfuerzo por conocerlo más y con mayor profundidad mediante la lectura inteligente de los Evangelios y del Nuevo Testamento (¡qué maravilla es descubrir a Jesús viendo, por ejemplo, lo que él era para San Pablo o San Juan!) y el conocimiento luminoso de Jesús es inseparable de la comprensión de su mensaje, no tanto en lo que fue históricamente, sino más bien en lo que significa para mí aquí y ahora. Esto es lo que Jesús expresa cuando nos dice que son inseparables el «permanecer nosotros en él» y el «permanecer sus palabras en nosotros». Nuestra unión a él es irreal si no le damos a su mensaje un valor permanente para nosotros y si no nos esforzamos por comprender la manera concreta en que tenemos que darle vigencia en la irrepetible coyuntura histórico – cultural en que nos ha tocado vivir.