Por Matías Valenzuela ss.cc.
Dt 4,32-34.39-40; Rm 8,14-17; Mt 28,16-20
Nos duele la Iglesia, al menos a mí me duele, es cierto que las crisis abren a la esperanza y que es fundamental remover todo lo que se ha tapado por tantos años, así como es necesario cambios estructurales y personales, pero eso no quita que la crisis afecta muy entrañablemente a todos los que de algún modo nos sentimos parte de este pueblo de Dios y de esta comunidad humana que nos ha enseñado el rostro de Jesús y a través de él al Dios del amor y la justicia, al Dios de la misericordia y el compromiso por la vida. Pienso realmente que lo que está viviendo la iglesia en Chile es la crisis más grande de su historia y en este texto no pretendo entrar analizar ni sus causas ni sus consecuencias, pero aprovechando la fiesta de la Trinidad sí quería detenerme y preguntarme qué es lo que el misterio trinitario le puede decir y aportar a eso que vivimos hoy como personas y como comunidad.
En una entrevista que le hicieron a Jorge Costadoat a propósito del viaje de los obispos a encontrarse con Francisco le preguntaron qué característica le parecía fundamental que tuviera una persona que ejerciera ese cargo, y el teólogo jesuita señaló “que sean creyentes” y eso que parece obvio no lo es tanto y tiene que ver con la primera lectura de hoy en que Moisés le dice al Pueblo: “reconoce, pues, hoy y medita en tu corazón, que el Señor es el único Dios allá arriba en el cielo, y aquí abajo en la tierra; no hay otro”.
Para ser pastor es necesario ser valiente y libre, ponerse de verdad al servicio del pueblo y de las personas y no del poder ni de las instituciones. Para ser pastor es necesario de verdad tener la vida puesta en las manos de Dios dispuesto incluso a dar la vida por los demás a riesgo de equivocarse y de derramar la propia sangre, olvidándose de componendas y de miedos, del qué dirán y de la rabia de aquel que estoy llamado a cuestionar. Para ser pastor es indispensable saber discernir la voluntad de Dios y ello implica cuidar la libertad respecto a toda adulación, a toda influencia y o abuso del tipo que sea, a fin de buscar de verdad el Reino de Dios y su justicia y esforzarse por vivir la voluntad del Señor, masticada en el propio corazón. Esto supone estar dispuesto al profetismo y salir de la sicología de elite, dos cosas que planteó con mucha claridad y fuerza el Papa en el texto que dio a reflexionar a nuestros obispos en esta vista. Dos aspectos que necesitamos reflexionar mucho sobre todo en un país como el nuestro donde hemos estado tan amarrados por el ¿qué dirán? Por la necesidad de salvar la propia imagen e incluso el propio pellejo o el de mi pequeño grupo que veo como el único depositario de la verdad.
Ese Dios único y verdadero a quien estamos llamados a confiar nuestra vida y que se nos ha revelado en el rostro de Jesús es un Dios de amor y de comunión. Esto se nos ha dado a conocer gracias a Jesús que la iglesia comprendió que era el Hijo de Dios engendrado desde siempre y para siempre y unido al padre por el vínculo del amor que es el Espíritu. Esa comunidad de amor es un misterio de relación y de comunicación, que está siempre dándose y dando, desbordando a tal punto del amor que necesita crear y comunicar su ser dando lugar a la creación y a nosotros también. Necesitando amar de tal modo que busca comunicarse y abrirse para escuchar nuestra respuesta libre y plena desde la vida que se nos ha regalado. Siendo así, la iglesia, que está llamada a ser reflejo de la Trinidad, a vivir la comunión de Dios y testimoniarlo en el mundo, no puede sino profundizar hasta el cansancio todo lo que sea comunión y participación, lo cual fue planteado por el Concilio Vaticano II hace más de 50 años pero que todavía es una tarea pendiente, que requiere una integración cada vez más plena del laicado y en particular de la mujer, en todos los ámbitos y también en los espacios de toma de decisión. Y si para decidir en la iglesia es necesario el ministerio, pues bien que las mujeres sean ordenadas, para así poder vivir a fondo la complementariedad querida por Dios y expresada por Jesús. Si el misterio de Dios es permanente comunión es indispensable salir de cualquier secretismo y de cualquier sectarismo. Es indispensable avanzar en lo que significa ser pueblo que camina unido y discierne junto la voluntad de Dios, donde los roles son servicios y donde los cargos que implican autoridad se colocan de cierto modo en el lugar más bajo de la pirámide para servir a todos. Ese es un camino que necesitamos recorrer a fin de vivir el misterio de amor que se nos ha revelado en Jesús y que está llamado a dar vida y renovar la vida.
Por último, esa Trinidad que nos crea y se nos dona desde el Padre por el Hijo en el Espíritu, es a la vez aquella Trinidad que responde desde el fondo de nuestro corazón a través del Espíritu que clama en nuestros corazones, Abbá Padre, con gemido inefables, haciendo de nosotros hijos en el Hijo, hijos e hijas de Dios, con toda la maravillosa dignidad que ellos significa, desde nuestra concepción y que implica un respeto en el que cada criatura debería ser tratada con el mayor amor y cuidado, sin escatimar voluntades y recursos para salir de cualquier cultura de la muerte y del abuso. Es el Espíritu el que clama en nosotros por y en el Hijo hacia el Padre, de algún modo la Trinidad nos habita y nos dinamiza en el camino hacia Dios y hacia su Reino.
Me duele la Iglesia y me duelen las personas que han sufrido y las que están sufriendo, todas ellas, sin excepción, y solo espero y confío en que es un camino de purificación, que el Señor va a sacar lo mejor de nosotros en esto y que su amor trinitario va a fortalecernos en el camino sinodal, fraterno, corresponsable que permita hacer brillar su Reino en nuestra mirada y en nuestro mundo. Que la gracia de nuestro Señor Jesucristo, el amor del Padre y la comunión del Espíritu Santo esté con todos ustedes.