Por Natacha Pavlovic, Comisión Pastoral Juvenil SS.CC.
Gn 3,9-15; 2 Co 4,13-5,1; Mc 3,20-35
«Quiénes son mi madre y mis hermanos?». Las primeras veces que leía este texto sentía incomodidad… cómo Jesús le “hacía la desconocida” a su propia madre y familiares, que preocupados llegaban a protegerlo en medio del tumulto y los airados sumos sacerdotes de la época… Con el tiempo, releer este pasaje me ha regalado otras nuevas y ricas perspectivas.
Una de ellas está en la comprensión de la radical actitud integradora de Jesús. En medio de la multitud que lo escuchaba, en medio de personas de distintos lugares, costumbres, tradiciones, dice –me lo imagino hasta gritando- clara y firmemente: «Estos son mi madre y mis hermanos. El que cumple la voluntad de Dios, ese es mi hermano y mi hermana y mi madre».
En la persona de Jesús, Dios nos invita a dejar de verlo como la divinidad de unos pocos elegidos, como el dios de un único pueblo, algo que sí podemos leer en el Antiguo Testamento. Los judíos habían construido gran parte de su identidad, de su orgullo como pueblo, sobre la idea de ser ellos los escogidos por un dios que estaba siempre “de su lado” y “en contra” de sus enemigos. Desde ahí no es difícil imaginarse la ira, la indignación y el miedo ante este hombre joven y vociferante que ponía todo “patas pa´ arriba” y que más encima era escuchado y seguido por cada vez más gente.
Ni aprendices de la ley, ni circuncidados, ni descendientes de las tribus de Israel… Según Jesús el único requisito para formar parte de la familia de Dios está en cumplir con “su Voluntad”. ¿Y cuál es esa voluntad? ¿Cómo saber las acciones que prescribe? ¿Tiene letra chica o existe un “tutorial” para entrar así sin problemas a este “grupo de amigos” o “red de contactos”?
Para comprenderlo de verdad, trascendiendo las concepciones limitadas del mundo actual, la clave está en el nuevo mandamiento que nos regaló el mismo Jesús, no solo con palabras, sino con su propia vida. Poco antes de morir, les dijo a sus discípulos: “Les doy un mandamiento nuevo: ámense los unos a los otros. Así como yo los he amado, ámense también ustedes los unos a los otros (Jn 13,34)”.Pero la historia no queda ahí, en una mera anécdota de alguien que dijo algo a otros hace mucho tiempo, y punto.
Ni letra chica, ni lenguaje rebuscado, ni estudios. Su mandamiento quedó en letras grandes para que cualquiera pueda leerlo. Su lenguaje es sencillo y no se requiere más que un corazón humano para comprenderlo y unos brazos dispuestos para hacerlo realidad.
Hoy, más que nunca y como siempre, vale la pena recordar y hacer vida este precepto radical y fundamental, evitando caer en la limitación y falsa grandeza de los judíos en el tiempo de Jesús. Y bueno, José Antonio Pagola lo dice tan bien, que vale la cita textual: “No hemos de empequeñecer a Dios viviendo la fe desde un «particularismo provinciano». La Iglesia es lugar de salvación, pero no el único. Dios tiene sus caminos para encontrarse con cada ser humano y esos caminos no pasan necesariamente por la Iglesia. Hemos de recuperar el sentido profundo y originario del término «católico» (de «kath ‘olon»), es decir la apertura a lo total, lo universal. Ser católico es alabar, celebrar y dar gracias a Dios por la salvación universal que ofrece a todos, dentro y fuera de la Iglesia”.