Guillermo Rosas ss.cc.
El año litúrgico nos regala, cada año, la oportunidad de detenernos ante el ícono del Corazón de Jesús. Es decir: de Jesús mismo, “en cuyo Corazón está la plenitud del amor”, como decimos en la hermosa oración que creara nuestro hermano Pablo Fontaine.
¡Esa “plenitud del amor” se expresa tan bien en las lecturas este ciclo B! Nunca seremos capaces de captar en toda su anchura y longitud, altura y profundidad, peso y densidad, el amor de Cristo (segunda lectura, Ef 3). Captamos ráfagas de ese amor en nuestra vida, en el testimonio de tantos hombres y mujeres santos, en acciones y momentos de la historia. Pero el amor siempre queda más allá, porque su plenitud está prometida para la culminación de la historia.
Desde que Dios amó a Israel, cuando era un niño, desde que lo tomaba en sus brazos y le enseñaba a caminar (primera lectura, Os 11), hasta la soledad de Jesús crucificado (Evangelio, Jn 19), que aún muerto por amor a la humanidad, regala su Vida en esa sangre y agua que brotan de su herida, Dios ha amado a sus creaturas.
En tiempos de crisis de nuestra Iglesia, es bueno volver a recordar cuánto nos ama Cristo. Lejos de sustraernos de los tremendos desafíos que nos presenta esta hora, la fiesta del Corazón de Jesús nos puede ayudar a poner de nuevo en el centro lo verdaderamente importante, como nos ha pedido Francisco, y a partir de allí reconstruir lo que nuestro pecado ha crucificado.
“Corazón de Jesús,
varón de dolores,
haz que sepamos asumir
lo que nos corresponde
de tus sufrimientos
en favor de tu cuerpo
que es la Iglesia”
(Oración al Corazón de Jesús)