Por Beltrán Villegas ss.cc.
Is 35,4-7ª; St 2,1-5; Mc 7,31-37
La primera lectura nos invita a ver en los milagros de Jesús, como el narrado en el evangelio, la irrupción de la salvación escatológica destinada a renovar la creación caída, a traer de nuevo la mañana de la creación, como lo sugiere la alabanza de los espectadores del milagro: «Todo lo ha hecho bien», que evoca la conclusión del relato de la creación en el Génesis (1,31).
Por otra parte, debemos tomar conciencia de que las curaciones llevadas a cabo por Jesús se despliegan a favor de personas que, por el mal que padecían, se veían impedidos en forma permanente de participar en la «fiesta de la vida»: leprosos, paralíticos, «lunáticos» sordomudos, mujeres con flujo de sangre. Todos estos eran «excluidos» de la sociedad, igual que los «pobres» y «pecadores», objeto también de la preocupación prioritaria de Jesús. Esto nos deja ante la evidencia de que el «espíritu de Jesús» se caracterizó por su afán de «incluir a los excluidos» (No he venido a llamar a los justos sino a los pecadores». «Hay más gozo en el cielo por un pecador que se convierte que por 99 justos que no necesitan conversión»). Jesús quiere a los hombres integrados en una comunidad fraternal no excluyente; quiere que la comunidad de sus discípulos sea una sociedad abierta, no cerrada.
Jesús quiere, más en concreto, que la comunidad de sus discípulos se caracterice por una comunión fruto del diálogo(como lo postuló Pablo VI en su Encíclica programática «Ecclesiam suam»). Y el diálogo supone saber oír y saber hablar. No puede haber una comunidad abierta formada por hombres «cerrados». «Ábrete», le dice Jesús al sordomudo de hoy, con una orden «dirigida al hombre…, no a sus órganos enfermos» (J.Gnilka). Esta «apertura» de la persona se traduce o expresa en la «apertura» de sus oídos y en la «liberación» de su lengua.
Solo «oye» de veras el que no está apegado a sus propios puntos de vista que descalifique a priori al otro como posible portador de otros puntos de vista dignos de tomarse en cuenta. Y solo sabe «hablar» bien el que, junto con la franqueza, posee la conciencia de que su aporte puede contribuir a la comunión en la medida en que, en el diálogo, pierda la inevitable unilateralidad de todas las perspectivas individuales; dicho de otro modo, solo «habla» bien en la iglesia quien respeta la dignidad, la capacidad y la función del interlocutor.
No hay nada más opuesto a la «comunión fruto del diálogo» que los prejuicios personales o grupales que nos «cierran» a la realidad: Pocos prejuicios son tan arraigados como los «prejuicios de clase»: «pobre pero honrado», se dice en ciertos barrios, mientras que en otros se dice «rico pero de buen corazón». Lo único que puede vencer los prejuicios es el conocer las cosas como son. En este sector, necesitamos vencer los prejuicios de clase caricaturizados en la segunda lectura, y para ello es necesario tomar un conocimiento directo de la situación concreta en que viven los sectores más pobres de nuestra sociedad. Solo cuando uno ha palpado cómo la enorme desigualdad económica acarrea desigualdades en los planos de la salud, de la cultura, de la calidad de vida, de la participación social, y cómo en esas condiciones hay personas que viven su fe con generosidad admirable, solo entonces se nos hace evidente que distamos mucho de ser la comunidad querida por Jesús.