Por Beltrán Villegas ss.cc.
Is 50,5-10; St 2,14-18; Mc 8,27-35
¿Quién dicen ustedes que soy yo?
Esta es la pregunta esencial y permanente que Jesús les plantea a todos los hombres, sin excluirnos, por cierto, a los mismos cristianos. Para nosotros la pregunta es más decisiva todavía, porque ser cristiano no consiste en una adhesión al cristianismo, sino en una adhesión a la persona de Cristo: y por consiguiente la visión que de él tenemos es determinante de la autenticidad de nuestro cristianismo, pues es evidente que solo es genuinamente cristiano quien se adhiere a Jesús compartiendo la visión que el propio Jesús tiene de sí mismo. Y que Jesús quiera que sus discípulos tengan de él una visión ajustada a lo que él realmente es, queda claro por el episodio del evangelio de hoy.
El centro de interés de este episodio está determinado por la aparente incoherencia de la actuación de Pedro: su profesión de fe en Jesús como Mesías y su negativa a aceptar su destino sufriente – negativa que lleva a Jesús a tratarlo nada menos que de «Satanás». Esta aparente incoherencia se basa en la ambigüedad del concepto de «Mesías» (o «Cristo», como título). «Mesías» era para los judíos en general, el nombre que se le daba al «Salvador» que «salvaría» al pueblo por su acción guerrera de caudillo victorioso y por su acción política de Rey, como David lo había hecho mil años antes. Y para Jesús nada desfigura tanto lo que realmente es como su identificación con un Mesías de esa laya. Por eso, tan pronto como Pedro lo proclama Mesías, se apresura Jesús a precisar que si se lo puede llamar Mesías es en un sentido muy diverso del que se atribuía generalmente a ese título. La mesianidad de Jesús no está emparentada con la de los que eran «ungidos con aceite como reyes», sino con la de quienes eran ungidos con la fuerza del Espíritu de Dios como profetas. Jesús es el Mesías como un Profeta que propone un camino de salvación paradójico y que interpela tanto las conciencias como los criterios sociales y que por eso es perseguido y ejecutado. Y esta opción mesiánica de Jesús es la que le resulta intolerable a «Satanás», al «Príncipe de este mundo», cuyos criterios ve aflorar Jesús en la reprensión de Pedro. Un mesianismo triunfalista y dotado de espectacularidad mundana no constituye ninguna amenaza para Satanás, quien justamente trató de inducir a Jesús, al comienzo de su ministerio, a entrar por ese camino.
Si toda fe muestra su realismo en obras, como nos lo recuerda la 2ª Lectura, nuestra adhesión a Jesús como Mesías crucificado se traduce en ciertos hechos efectivos. Estos son los que Jesús les plantea a sus discípulos al final de este episodio. Los podemos resumir en tres frases.
- «Seguir a Jesús» = Ir a donde Jesús va, e ir por donde Jesús va, es decir, tener la misma meta y estilo de Jesús.
- «Perder la vida por Jesús y el evangelio» = Jugarse la vida, exponerla, por mantener viva la causa de Jesús en nuestro mundo, es decir, considerar a Jesús y a su evangelio más importante que la propia vida.
- «Cargar con la cruz» = considerar normal que se nos condene y desprecie, que se nos ridiculice y se nos interprete mal.
El evangelio de hoy tiene que iluminarnos en la celebración de la eucaristía, haciéndonos conscientes de que en ella entramos en comunión con el crucificado y ratificamos nuestro compromiso de hacer de nuestra vida una vida entregada y des-apropiada.