Por Rafael García ss.cc.
¡BENDITA LA CRISIS DE LA IGLESIA! Esa es la primera idea que me surge tras leer las lecturas de este domingo. Y es que la Iglesia -por lo menos en este momento específico de su historia en Chile- es tan fácilmente identificable con los discípulos de Jesús. Ellos, al igual que nosotros tantas veces, insistían en entender a Jesús de una manera nada que ver a lo que él realmente era. Y Jesús se daba cuenta. Y los corrigió.
Un poco de contexto: sabemos que, en la época de Jesús, existían diversas expectativas en relación al “mesías que había de venir”. Estaban los que esperaban un mesías netamente político y militar, que los librara del yugo imperialista al que los sometían los romanos y que inaugurara un nuevo tiempo político de un Israel independiente. Estaban, también, los que esperaban un mesías escatológico, es decir, uno que trajera consigo el fin de los tiempos y el juicio definitivo que purificaría de una vez por todas a Israel, inaugurando así, una sociedad religiosa y espiritual perfecta. En ambos casos, si nos fijamos bien, se imaginaba un mesías poderoso, grandioso e influyente, cual líder político o espiritual capaz de determinar la vida y la historia de los pueblos. Todo eso, desde el poder. Pero Jesús no lo hizo así. Su mesianismo fue distinto.
Podemos imaginar a estos discípulos -tan humanos como nosotros- apasionados por el mensaje de Jesús y entusiasmados con sus acciones y palabras. Después de todo, daba para eso. Mucha gente siguió a Jesús movida por la impresión de estar frente a maestro poderoso, a quien “valía la pena arrimarse” para estar seguros. Y esa idea -que es cierta pero incompleta- fue la que llevó a los discípulos a entender la misión de Jesús desde una perspectiva del poder mundano y la influencia, como si seguir a Jesús fuera una manera de asegurarse algún tipo de seguridad y protección. Por eso, entonces, la discusión acerca de quién era el más grande o importante era algo relevante, ya que ese sería el beneficiado que compartiría el poder grandioso del Mesías.
¡Pero la comprensión del poder que tiene Jesús está tan lejos de eso! Para él, la grandeza no está dada por situarse en los primeros puestos, por cuidar y vanagloriarse de un prestigio que nos hemos inventado. El poder, para Jesús, tampoco pasa por el control y la dominación de otros (en cualquiera de sus formas), sino por el servicio, por el hacerse pequeños. ¡Qué paradoja! Entre más pequeño me reconozco en relación a él, más humanamente grande me hago. Por eso, algo tan sencillo, indefenso, ¡tan poco influyente y poderoso! como un niño, es capaz de reflejar el modo en que Dios entiende su presencia en nuestro mundo: no a través de las grandes estructuras, sino desde la discreción, de lo sencillo y de lo aparentemente inútil. Y eso, por supuesto, implica la contradicción y la denuncia de que existe un poder que le hace daño al mundo, uno que busca poner a algunos pocos por sobre muchos otros. Esa fue la idea de poder que Jesús cuestionó y que, a la larga, lo terminó llevando a ser asesinado.
¡Qué bien nos vienen estas palabras en este momento de la Iglesia! Recordar que nuestra seguridad no radica en el poder ni en el control que podamos ejercer sobre los demás, sobre sus vidas y su moral, ni tampoco en la valoración o en el prestigio que tengamos frente al mundo. Eso es, justamente, lo que esta crisis nos ha ayudado a descubrir: una Iglesia que de a poco se desprende de su pretensión totalizante, soberana y señorial, dando paso a la sencillez de una comunidad creyente que se sabe llena de fragilidades, pero sostenida por el espíritu de Dios. Ahí radica nuestro poder: en depender de aquel que, porque nos ha amado, nos sostiene.