Por Alex Vigueras ss.cc.
“Porque el Hijo del hombre no vino para ser servido,
sino para servir y dar su vida en rescate por una multitud” (Mc 10,45)
Punto de partida: ponernos nosotros en el centro
Muchas veces experimentamos en la vida la tentación a ponernos nosotros en el centro, mirar todo a partir de mis expectativas y necesidades. Pretendemos una posición que haga posible que los otros puedan servirnos. Y esto lo experimentamos con una fuerza enorme, de tal modo que el dinamismo contrario de poner al otro en el centro nos cuesta demasiado.
Y pareciera que estamos en un tiempo en que este dinamismo autorreferencial se exacerba todavía más. Nuestros círculos de amigos, la manera que nos relacionamos en internet está orientada por el criterio del “me gusta”. Solo acepto lo que me gusta, solo me vinculo con los que me gustan. Lo diferente, el otro diferente lo vamos dejando fuera. De este modo podríamos decir que prácticamente nos vamos haciendo un mundo a la medida en el que nos ponemos en el centro.
Es la actitud que Jesús denuncia de los jefes de las naciones. Ellos han puesto su propio interés en primer lugar y no el interés de sus gobernados y, por eso, las tratan como si fueran sus dueños. Y, lamentablemente, este es un dinamismo que descubrimos en toda organización, también en la Iglesia en que párrocos tratan a las parroquias -y obispos a sus diócesis- como sus dueños.
En ese mismo juego han caído los discípulos que se disputan los primeros lugares, lo cual tiene como correlato el poder dejar a los otros abajo. La actitud de ellos es competitiva, por eso se adelantan para que no sean los otros los que les ganen este lugar de honor junto a Jesús.
La propuesta de Jesús
“No saben lo que piden”, les responde Jesús, como dando a entender que en las cosas de Dios los criterios son diferentes. En efecto Jesús propone un camino muy diferente que pasa por el servicio. Un servicio tan profundo y radical que implica el don de la propia vida. Un servicio así entendido supone una manera de ver al otro, sobre todo al necesitado, como alguien digno de la donación de mi vida. Detrás de esa mirada sentimos palpitar el corazón bondadoso de Dios, que se transforma en misericordia cuando sale al encuentro del pecador.
Por eso -como nos dice la primera lectura- el profeta sufrirá, porque no rehúye el conflicto, porque con una convicción fundada en el amor profundo que ha recibido de Dios y el amor profundo por su pueblo, sigue adelante, pase lo que pase. Él se fatigará, cargará en sus espaldas las faltas de su pueblo. La intensidad del sufrimiento es consecuencia de la profundidad del amor. Sobre todo, de la profundidad del amor que ha experimentado de Dios que lo ha llamado y lo acompaña en todo momento.
Jesús no es Sumo Sacerdote al estilo del antiguo Israel, que podía entrar una vez al año al lugar más sagrado del tempo (la Sancta sanctorum) para así expiar las culpas del pueblo. Jesús entra en lo más sagrado: nuestras debilidades, los lugares donde están los pobres, nuestro corazón. Y lo hace asumiendo él mismo esas debilidades y esa realidad de marginación y pobreza. Y, porque ha penetrado de verdad en el cielo, nos salva haciendo posible que obtengamos misericordia y auxilio oportuno.
Un desafío para la Iglesia
En esta propuesta de Jesús estamos al debe, no solo en la sociedad, sino también en la Iglesia. Enfrentamos el desafío de recrear las estructuras, la manera de relacionarnos, el modo de comprender los ministerios, la manera como nos relacionamos con la sociedad, a partir de esta máxima de que “el que quiera ser el primero que se haga el servidor de todos”.
Esto supone una enorme libertad para ir contra estructuras que se han naturalizado, pero que a la luz del Evangelio no tienen ya sentido: las formas clericalistas que todavía subsisten, los ropajes principescos que rayan en lo ridículo (como los zapatos rojos del Papa, que ya son historia), los ministerios inalcanzables para la mujer, los estilos formales de relacionarse, los títulos que preceden a los nombres, las élites eclesiales que coinciden con las élites sociales, etc.
Esa libertad solo puede venir de una unión más profunda con Jesús. La pura convicción no basta, el puro voluntarismo tampoco. Cuando lo que nos mueva sea un amor semejante al de Jesucristo estas transformaciones que parecen épicas y grandiosas, nos parecerán obvias, posibles, realizables por la gracia de Dios.