Por Beltrán Villegas ss.cc.
Jer 33, 14-16; 1ª Tes 3,12-4,2; Lc 21, 25-28.34-36
Cuando uno lee los textos del antiguo testamento en que se expresaba «la esperanza de Israel», descubre que esta esperanza se centraba en un «nuevo orden de cosas» instaurado por el Mesías. En cambio, la esperanza cristiana se centra en «estar siempre con el Señor Jesús». Esta transformación se debe a la experiencia de lo que fue de hecho el Mesías Jesús (o -si se prefiere- lo que fue Jesús como Mesías). Jesús se reveló como el que despierta un amor absorbente y absoluto que nos hace valorar más lo que él es que lo que él nos puede dar. Su amistad y la posibilidad de vivir en íntima comunión con él pasan a ser el bien supremo y la fuente del máximo gozo pensable.
Parte importantísima en el «enamoramiento» que despierta la persona de Jesús fue la condescendencia de su amor que lo llevó a hacerse en todo semejante a nosotros y que se mostró desde su nacimiento como un niño pobre y desvalido en Belén. Esa figura que emerge de la historia de Jesús desde el momento de entrar en nuestra historia, nos hace imposible desear ya otra cosa que no sea él en persona.
Y es así como la perspectiva de esa venida definitiva de Cristo (la que hará posible «estar siempre con el Señor») se convierte en el indicador más inequívoco de la calidad cristiana de nuestras vidas. Porque si nuestra actitud frente a esa venida es de indiferencia o de temor, parece claro que nuestro «enamoramiento» de Jesús -y nuestra alegría frente a su nacimiento- son bastante superficiales. Debido a esto, todas las descripciones que encontramos en el N.T. de la venida definitiva de Jesús tienen como dos caras: la de una venida amenazante y terrible, y la de una venida liberadora y dichosa. Y es que para unos y para otros será radicalmente distinta, porque tenemos la triste capacidad de convertir la gracia de Dios en Juicio condenatorio si no nos abrimos gozosamente a ella. Si tememos su venida, debemos preguntarnos por el sentido que tiene nuestra recepción de la eucaristía; y si no tememos acercarnos a Cristo en la eucaristía, no debemos temer su venida, sino desearla.
Con lo que tenemos dicho queda bastante claro cuál tiene que ser el espíritu con que deseamos vivir este tiempo de Adviento destinado a preparar cristianamente la celebración
navideña. La gratitud gozosa por lo que ya significó la venida histórica de Jesús y por lo que significará el encuentro definitivo con él, nos dispone a la generosidad. El «instinto cristiano» ha hecho de este tiempo un tiempo de regalos que sean como un eco del gran regalo que Dios nos ha hecho en su Hijo. Pero cuando esto se convierte en una carga obsesiva, o cuando se ve contaminado por un consumismo puesto al servicio de intereses comerciales, el espíritu de la celebración navideña se evapora y de la Navidad cristiana queda solo una caricatura. Creo que hay dos grandes antídotos contra esta degradación: por una parte, fomentar el espíritu solidario respecto a los menos favorecidos, y por otra, preparar en familia la celebración de Navidad buscando – por ejemplo – formas creativas de una Novena del Niño en que participe con oraciones y reflexiones la familia entera. Lo que está en juego en el modo de celebrar la Navidad, es enorme. ¡Cómo no ver el absurdo que hay en que la Navidad signifique un derroche insensato o una perspectiva angustiante o estresante! Ayudémonos entre todos a buscar manera de no perder el sentido cristiano de Navidad.